La revuelta civil que recorre el país es la cosecha de un régimen que ya no puede más. La verdadera guerra es la que Maduro y sus camaradas les han declarado a los venezolanos. Las acrobacias de la Comisión de Paz son, como todo lo que han hecho, fraudes a la fe pública, maniobras para obtener la prolongación de un mandato ilegítimo que huele a fermentación y a final.
Nadie previó que la represión en contra de los jóvenes, la persecución a Leopoldo López, los ataques innobles y brutales en contra de María Corina Machado, las amenazas abiertas o veladas a Antonio Ledezma, los insultos a Capriles proferidos con la reconocida bestialidad del Pedro Estrada del oficialismo, la represión homicida con su saldo de asesinados, torturados, enjuiciados, perseguidos y encarcelados, iba a descorrer el velo de un tinglado en lo que parece crepúsculo inexorable.
No es una explosión circunstancial. Es el desplazamiento de las capas tectónicas de la sociedad que han permitido la emergencia del descontento largamente acumulado. Son lustros de vejaciones, de insultos, de amputaciones progresivas de la libertad y la democracia, que dieron paso al manejo demencial de la economía ahora sometida a la ruina masiva que cultivó Chávez pero que ha alcanzado su clímax en esta hora melancólica y solitaria de Nicolás Maduro.
La escasez, el crimen desatado, los precios de vértigo, la discriminación laboral por razones miserables, el silencio al que obliga la imposibilidad de expresar disidencias, fueron ingredientes de una mezcla que alcanzó su punto y que se desencadenó como diluvio en la calle encabritada.
Nadie sabe lo que va a pasar, pero la calle busca la salida a la tragedia y no parece resignada a no encontrarla.
ERROR DE CÁLCULO. La fórmula de los déspotas, patentada por los Castro en Cuba, es sencilla y mortal: no deje que el descontento nazca; mátelo en su etapa fetal; asfíxielo apenas sienta sus latidos de criatura peligrosa; de no hacerlo, crecerá indómito. El régimen de Chávez lo hizo; no siempre salió victorioso, pero fue cada vez más implacable en su objetivo. Tuvo la fuerza y el liderazgo para lograrlo, aunque por allí se encuentran varias jornadas gloriosas que habrá que rescatar de la infamia. Pero Maduro no pudo. La herencia del finado fue despilfarrada en pocos meses; el ahijado botarate actuó como si pudiera sustraerse a las fuerzas que había desatado su padrino y creyó que su voluntad podía modelar la historia a su antojo.
Cuando Maduro intentó moverse unos centímetros de las brujerías de Jorge Giordani y se levantaron las voces alarmadas porque no se estarían siguiendo las orientaciones del líder muerto, el sucesor se paralizó. En el instante en el cual renunció a la radioterapia indispensable, el mal se multiplicó exponencialmente. La ruina llegó a cada hogar y se instaló en las alacenas vacías, y en las ausencias que provoca el espanto del crimen cotidiano. Allí los ciudadanos dejaron de ser rojos, azules o blancos, para ser furia contenida en estado líquido. Bastaba que se fueran uno o dos puntos de la sutura mal hecha para que se desparramaran, en la mitad de la calle, las vísceras de un régimen podrido.
¿Podrá la represión inmisericorde contener la explosión del descontento? Nadie puede saberlo. Lo que sí se sabe es que hasta el momento de escribir estas líneas, con inteligencia, heroísmo y determinación, la sociedad protesta. No es sólo “el Este” de Caracas o los ciudadanos de las urbanizaciones de clase media alta de las ciudades, sino masas populares que sabiamente evaden la represión de los grupos paramilitares, incorporados a manifestaciones en espacios en los que no puedan ser agredidos con facilidad (sin dejar de notar que ya en zonas populares se ha dado un paso significativo al desafiar de manera abierta la represión de los grupos de terror).
Claro que ha habido excesos en algunos espacios de la protesta que, en muchos casos tienden a ser corregidos en la medida en que se ha tomado conciencia que la no violencia es efectiva y no está despojada de combatividad, claridad de objetivos, firmeza, y disposición a mantener la unidad y ganar a los temerosos. Pero ninguno de los errores de la lucha de la calle es comparable a los asesinatos, atropellos y torturas cometidos por los desenfrenados del Sebin, por los sádicos que golpean con sus cascos a ciudadanos indefensos o los motocamaradas que esparcen el terror. En estos días de ira no se ha visto ni se verá un demócrata con un arma de fuego.
Así son los procesos sociales reales. Nadie los controla o aprisiona en su puño, son ariscos y en la calle consiguen su ritmo, sentido y medida. Aquella ilusión de un estado mayor que modula las multitudes es quimera de comisario soviético.
PAZ ROJA: O DIALOGAS O TE DISPARO. Ése y no otro es el sentido de la paz que posee un régimen que comenzó con sangre y quiere terminar con sangre. Ocurre como con otras palabras a las que quieren usar como hoja de parra para esconder su verdadera naturaleza: acusan a la oposición de golpista cuando los únicos golpistas contemporáneos están en el gobierno; hablan de avances económicos cuando la ruina toma posesión del país; hablan de amor a los pobres mientras la nueva clase boliburguesa se enriquece y, por supuesto, pregonan la paz mientras disparan.
Ese diálogo, montado como un pésimo teatro en lo que parece una nueva fase de la decadencia roja, sólo tiene el propósito de llenar de música celestial los mismos territorios en los que ejercen sus efectos tóxicos las lacrimógenas, se oyen los disparos de la revolución y los llantos por los caídos.
Si este harapo de gobierno que todavía existe quisiera diálogo en serio, aceptaría el petitorio del movimiento democrático y se sentaría, en terreno neutral, a discutir con los dirigentes juveniles, así como con los representantes de la dirección opositora; dejaría de inventar “opositores” a su medida para remedos de diálogo.
La idea de separar el diálogo económico del político es vana esperanza; mientras no haya democracia, así ganen mucho, los empresarios estarán sujetos no a las reglas del mercado, sino a las del déspota y en cualquier golpe de luna el acuerdo de hoy será castigo de mañana. Nunca hay que perder de vista que Maduro intenta comprar legitimidad -que los empresarios le digan algo que ansía oír, que es legítimo-, así como tiempo y estabilidad. Ningún sector tiene el derecho y menos aún, la posibilidad, de otorgar estas credenciales en la convulsionada Venezuela de hoy.
No sé si Nicolás Maduro contempla su salida en medio del abandono que lo circunda. Es posible que se pregunte una y otra vez si la herencia con la que se engolosinó no ha sido más que un regalo envenenado que así como le permitió un breve goce lujurioso del poder, ahora le promete la eternidad de la derrota.
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