Hay frases que con el tiempo van adquiriendo mayor resplandor y logran alcanzar su significado más perfecto. Tal vez se pronuncian antes de los esperado y necesitan que, con el paso de los años, la realidad les de finalmente el sentido que merecen. “Yo no creo en ningún partido, ni siquiera en el mío. Yo creo en los militares, que es dónde me formé”. Se lo dijo Hugo Chávez a Luis Ugalde, según cuenta el sacerdote, pocos meses después de ganar la presidencia por primera vez. Es una sentencia que parece un latigazo. No permite matices. Chávez la ejerció sin pudor y con frecuencia. Pero nunca fue tan exacta como ahora. Hoy Chávez está muerto pero esas frases están más vivas que nunca.
La realidad nos ofrece cada día más ejemplos. Esta semana, a punta de golpes y gases, los militares liquidaron una manifestación de obreros organizados que exigían reivindicaciones sociales. Hubo heridos y presos. A la hora de ser liberados, los detenidos estaban desnudos. Los soldados los habían dejado sin ropa. Parece una escena sacada de una película de finales del siglo pasado, cuando los funcionarios de hoy eran cineastas y querían denunciar los abusos de un poder excluyente y autoritario. Ahora, con Alí Primera como música de fondo, se reprime más y mejor. La militarización de cualquier protesta ya es parte de nuestra nueva normalidad.
No es casual que, en medio de una crisis económica ya certificada incluso por los chinos, el gobierno anuncie nuevas inversiones en armamento militar y en equipo especial para “disipar y castigar severamente” a los “terroristas”. A esto hay que sumar, además, el decreto presidencial que estableció la creación de la Brigada Especial contra las Actuaciones de los Grupos Generadores de Violencia (BEGV), un organismo privilegiado, que puede actuar en solitario y sin rendir cuentas, que tiene permitido todo a cuenta de neutralizar a los enemigos de la patria. La institucionalización de la violencia es otra forma de repetir lo peor del pasado.
Más ejemplos: la nueva figura del “patriota cooperante”, un delator anónimo que puede, en cualquier momento, funcionar como testigo inexpugnable o como evidencia contundente para incriminar a otro. Este rol también muestra la idea que tiene el mundo militar sobre la sociedad civil, cuál es el modelo de participación ciudadana que ofrece. Se trata de un sistema de vigilancia mutua, de temores compartidos, donde fatalmente todos terminamos siendo víctimas del poder que administra las agresiones y financia los secretos.
Por no hablar de la entrada en vigencia, en junio de este año, de la nueva Ley de Registro y Alistamiento Militar para la Defensa Integral de la Nación. Ahora todos debemos inscribirnos. Todos estamos obligados a tener una credencial militar. Será un requisito indispensable para algunas cosas: para recibir el título universitario, para obtener el carnet de conducir o la solvencia laboral, para ser contratado en las empresas públicas y privadas…Es algo que va más allá de un simple procedimiento en esta sociedad disciplinada. Forma parte de un cambio en la identidad. Nuestra nueva normalidad también incluye la militarización de cualquier experiencia ciudadana.
¿Dónde están los militares o ex militares en el mapa actual del poder en Venezuela? ¿Qué cargos ocupan? ¿Y qué controlan sin la necesidad de ocupar cargos? ¿Acaso no han terminado imponiendo su orden y su cultura detrás del vacío político del gobierno y de la oposición?
Quizás ahora esas viejas frases de Chávez tengan una trágica plenitud. Quizás por eso Maduro está precisamente ahí. Para fortalecer a los militares. Quizás solo fue la mejor fachada que encontró el Comandante. Maduro no es carisma sino dedazo. No es un proyecto propio sino una instrucción, una orden. No es un líder. Es un trámite. Quizás al final todos, en el oficialismo y en la oposición, terminemos entonces pensando que la revolución solo es un atajo. Que el chavismo solo es una excusa. Que aquí gobiernan los militares.