Una tarde de marzo de 1908, el doctor Rosendo Gómez Peraza, jefe de la medicatura del puerto de La Guaira, comentó, en el café de la estación del ferrocarril, un diagnóstico hecho por él aquella misma tarde: un caso clarísimo de peste bubónica.
El cónsul de Estados Unidos, presente en la tertulia, pagó su cuenta, se fue derecho a la oficina del telégrafo y envió un cable a su embajador en Caracas. La noticia desató la ira de nuestro dictador de entonces, el canijo, rijoso e irascible general Cipriano Castro, quien ordenó encarcelar a Gómez Peraza por propalar un alarmante infundio dirigido, obviamente, a dañar el ya menguado comercio exterior de la disfuncional república de Costaguana que todavía somos, y desacreditar, de paso, a su Gobierno. Pero antes de enviar a prisión a Gómez Peraza, Castro despachó al puerto al talentoso bachiller Rafael Rangel, notable precursor, entre otros, de la bacteriología tropical en nuestra América.
Hombre medroso en extremo, Rangel era ninguneado por la linajuda profesión médica caraqueña de entonces, acaso por no haber terminado sus estudios de medicina y también, todo hay que decirlo, por los prejuicios raciales que aún perviven, insidiosamente, en nuestro país. Rangel era brillante: antes de cumplir los treinta ya había hecho aportaciones que todavía hoy nutren los manuales de bacteriología. Brillante, pero mestizo. Demasiado amulatado para el gusto de lo que el cantautor panameño Rubén Blades llamaría “la blanca sociedad”. Por todo ello, se ha afirmado que el bachiller Rangel se sentía muy en deuda con su benefactor, el general Castro, generoso patrocinador del flamante laboratorio de bacteriología del hospital Vargas —el primero que hubo en Venezuela— del que Rangel era director jefe.
En consecuencia, Rangel se las apañó para no detectar ni aislar layersinia pestis, </CF>bacilo de la epidemia, y así refutar dolosamente el diagnóstico de Gómez Peraza, para regocijo de Castro, la cámara de comercio y la lonja de agencias aduanales de La Guaira. Lo cual no impidió que la peste negra siguiese matando a la gente por docenas.
Al cabo de unas semanas, el dictador tuvo que rendirse a la evidencia y Rangel pudo desdecirse de su primer informe pronunciando la palabra “bubónica” sin sufrir represalia alguna. Se cerró el puerto, se declaró rigurosa cuarentena y se acometió una campaña sanitaria cuyo éxito dependió, en gran medida, de discretas visitas que Rangel hizo a la cárcel para pedir consejo al ibseniano “enemigo del pueblo” de este cuento: Gómez Peraza, el doctor Stockmann de La Guaira. Pocos meses más tarde, mientras se hallaba en Europa en viaje de salud, el general Castro fue derrocado por su compadre y vicepresidente. Al verse sin valedor, el bachiller no tardó en suicidarse en su laboratorio, ingiriendo una mezcla de cianuro y vino moscatel.
Este relato de medicina y autoritarismo tropicales me viene sugerido por la grave emergencia sanitaria que hoy atraviesa Venezuela, donde, cien años después de la peste de La Guaira, aún los generales y sus paniaguados entienden de epidemiología y finanzas públicas mucho más que los propios especialistas. Y, al igual que el bárbaro Cipriano Castro, no duda en encarcelar a quien ose dar alarma de epidemia.
Esta vez le ha tocado al presidente de la federación médica del populoso Estado de Aragua, doctor Ángel Sarmiento, a quien el gobernador del mismo Estado, Tareck El Aissami, ha acusado nada menos que de terrorismo y ha pedido a la fiscalía que se investiguen los móviles que pueda tener este “criminal bandido”, “vocero de la derecha fascista”, para pedir que se declare la emergencia sanitaria en el Estado luego de que, la semana pasada, se registren en el Hospital Central de Maracay (la capital estadal) nueve casos de una fatal epidemia, hasta ahora inexplicable para los médicos venezolanos.
El trastorno es mortal y se presenta con un cuadro febril y hemorrágico que lo hace sintomáticamente indistinguible del dengue y del mal causado por el virus de la chikungunya africana. Los pacientes mueren en un plazo de 72 horas y, mientras escribo este artículo, comienzan a reportarse casos en Caracas y otras regiones del país.
La Federación Médica venezolana ha hecho pública su solidaridad con el doctor Sarmiento y respaldado enfáticamente su denuncia de una epidemia que requiere rápida y eficaz acción oficial en lugar del socorrido recurso de acusar a la “derecha fascista” y al imperialismo yanqui de inventar calamidades de embuste para desestabilizar al Gobierno.
Todo esto ocurre cuando Venezuela, que en el curso de tres lustros ha transferido a Cuba alrededor de 4.600 millones de euros para pagar muy publicitados servicios médicos primarios, vive la más grave crisis de su sistema de salud en un siglo, caracterizada por una dramática carestía de medicamentos e insumos quirúrgicos y, algo más grave aún: la fuga masiva de profesionales de la medicina.
Según la Federación Médica, más de 12.000 facultativos han emigrado a otros países, entre ellos España, en menos de una década. De 1.800 jóvenes médicos graduados en 2013, afirman directivos del gremio, ya 1.100 han abandonado el país ya donde solo quedan en los hospitales desalmados terroristas como el doctor Ángel Sarmiento.
Ibsen Martínez es escritor.
Publicado originalmente en el diario El País (España)