La ficción económica tiene una ventaja: casi nadie la entiende. Es una retórica que intenta ordenar, muchas veces de forma indescifrable, la brutalidad que domina nuestras vidas. El mundo se divide en dos grandes clases: los que padecen la economía y los que padecen la economía pero además la entienden. Los primeros, sin duda, somos mayoría. Pero, como suele suceder, tenemos menos poder. Vivimos las cifras de manera diferente. Cuando suena el tilín de la caja registradora, entendemos por fin que la abstracción es una angustia.
Yo a veces quisiera ser Anabella Abadí. Esta semana, por ejemplo. Hubiera sido ideal ser como ella. Yo traté de seguir con cuidado la presentación del presupuesto del gobierno para el año 2015, intenté comprender las proyecciones, revisé de cerca algunas declaraciones… y fracasé de manera estrepitosa. Luego leí, en el site de Prodavinci, un artículo de Anabella Abadí que, si bien no entendí del todo, me ayudó muchísimo a orientarme un poco dentro del espinoso territorio de la economía como género literario. La crisis puede ser una novela infinita. Venimos de la pobreza y hacia la pobreza vamos.
El gobierno trata de enfrentar la inflación con ficción económica. Van con todo. Cada vez crean más instancias y asignan mayores cantidades a la promoción, a la publicidad, a la agitación. Invierten mucha imaginación y mucho dinero. Pero la inflación sigue ahí. Impasible. Creciendo de manera persistente. Devorando al país. La inflación traslada la sensación de inseguridad al ámbito doméstico: vas al supermercado y sientes que te están robando. Vas a la farmacia y sientes que te asaltan. Lo que ganas nunca alcanza. La realidad es una forma de saqueo.
Frente a esto, el gobierno propone la ficción económica como un evangelio multiusos para enfrentar cualquier circunstancia. En su campaña electoral, Nicolás Maduro nos prometió “torcerle el brazo” al dólar paralelo y bajar la inflación. Hace casi un año, en noviembre de 2013, Nicolás Maduro nos dijo “tengan calma y confíen en el gobierno”, mientras aseguró que irían “bajando los precios en toda la economía hasta conseguir el equilibrio”. El pasado 3 de septiembre, en el Palacio de Miraflores, después de una reunión con el gabinete económico, Nicolás Maduro nos certificó que las cifras económicas “comienzan a ser positivas y marcan una desaceleración de la inflación”. Esta semana, Nicolás Maduro nos dijo: “Como ustedes podrán haber visto, hay buenas noticias para las regiones y para el país en general. Vamos a ir renovando y perfeccionando el presupuesto”… ¿Qué relación tiene toda esta retórica con el vértigo que siente un ciudadano ante el precio de un kilo de cebollas?
La calle dice otra cosa. Habla en otro idioma. Suma y resta de distinta manera. Esta misma semana, el diario Últimas Noticias reprodujo un reporte del Cendas donde se destaca que, para el mes de septiembre, la canasta alimentaria se ubicó en 14.000 bolívares. Se dice fácil. Pero basta asomarse a los sueldos de los venezolanos para entender que esos números son un precipicio. Se trata del equivalente a 3,3 salarios mínimos. Eso es lo que se necesita para comer. La tragedia de la escasez esconde otra tragedia mayor: la escasez de dinero para comprar los bienes que escasean. Parece un juego de palabras pero puede ser un agujero en el estómago. Es la economía del vacío.
Resulta difícil entender cómo a Eleazar Díaz Rangel se le escapó esta nota tan francamente subversiva y apátrida. De eso no se habla. Esa es la voz del enemigo. Lo único que tenemos que saber, la única información que realmente necesita el pueblo, es la certeza oficial, la voz de Maduro diciéndonos que la caída de los precios del petróleo no afectará al país, que los planes del gobierno van más allá de cualquier escenario, que Venezuela será una gran potencia.
En el presupuesto para 2015, la propaganda oficial tiene un aumento de casi 140%. Más de lo mismo. Ficción económica. Las cebollas no tienen voz. El hambre se quita con publicidad.