El voto en la Cámara de Diputados de Brasil mostró de todo. Fue solemne y absurdo al mismo tiempo, con dedicatorias personales como si fueran goles, libros o canciones. También hubo espanto y tal vez hasta apología del delito: una dedicatoria fue para el torturador de Dilma Rousseff. Ello además de la sopa de letras del sistema de partidos, todo en la pantalla de su televisor.
El impeachment continuará en el Senado, siendo improbable que la presidente pueda detenerlo, y seguirá la disputa sobre su caracterización. Quienes dicen que es un golpe aducen que no hay cargos por corrupción contra la presidente, que las pedaladas fiscales no alcanzan la categoría de delito. Sin embargo, los requisitos legales parecen estar bastante bien cubiertos. De hecho, el Supremo Tribunal Federal ha aprobado el proceso, posición contundente si se tiene en cuenta que 8 de sus 11 integrantes fueron designados por Lula o por Dilma.
Ergo, si el mecanismo de impeachment se admite en la Constitución, no puede ser ilegal. De otro modo, llama la atención que la presidente le entregue el mando al “golpista” Temer para viajar a Nueva York y que éste se lo devuelva a su regreso según indica esa misma Constitución. El argumento no tiene suficiente peso específico.
El problema es que demasiada discusión legal termina siendo una cortina de humo. Ocurre que esta crisis es esencialmente política y viene desde hace tiempo, profundizada por la recesión y el desempleo. Ante cada capítulo de esta historia—Mensalão, Petrolão, Lava Jato—la respuesta del gobierno siempre ha sido una fuga hacia adelante. Tal es el caso del nombramiento de Lula como Jefe de Gabinete para blindarlo ante el juez Moro, lo cual empujó a Dilma al borde del precipicio. Lula no puede eludir su propia responsabilidad, y no menor, en el “Tchau querida”.
La destitución, entonces, es una salida a dicha crisis. El juicio político—término castellano por impeachment—también es un enjuiciamiento a todo el partido gobernante por su responsabilidad política, valga la redundancia. Puede ser que haya habido traiciones, puñaladas por la espalda y codazos en la cara en cada tiro de esquina; ese es el juego en cuestión y no solo en Brasil. Golpe es otra cosa.
La crisis brasileña recrea la discusión sobre el parlamentarismo, bajo el cual una crisis de gobierno no necesariamente se traduce en una crisis de régimen político. El contra fáctico entre los expertos ha sido que muchos golpes en la historia de América Latina se habrían evitado en un sistema en el cual la jefatura de Gobierno está separada de la jefatura de Estado. Las crisis se resuelven con un voto de no confianza y a empezar de nuevo. Si Brasil fuera Italia, la maratónica sesión del Congreso habría concluido con Temer como primer ministro y menos trauma.
Pero América Latina produjo un subtipo de presidencialismo flexible, con rutinas institucionales semi parlamentarias—algunos países tienen la figura de primer ministro—y mecanismos de remoción más simples. La realidad es que por mucho menos de lo que se ha visto en esta prolongada crisis brasileña, o en cualquiera de las crisis de los presidentes latinoamericanos que en el último cuarto de siglo no completaron sus mandatos, los militares solían tomar el poder.
Hoy se critica este presidencialismo de coalición, tal vez prematuramente. Se soslayan sus éxitos—véase, sino, la estabilidad de Chile, Perú y Uruguay, por ejemplo—y se pasa por alto que con sistemas de partidos fragmentados—crecientemente, la norma—las coaliciones son la única manera de “formar gobierno”; con deliberadas comillas para indicar el énfasis parlamentario. Tal vez no haya que eliminar el gobierno de coalición sino subir los umbrales, crear mecanismos para reducir el número y de este modo acabar con los “partidos de alquiler”, la sopa de letras brasileña.
La inestabilidad es resultado del comportamiento de los presidentes, más que de los defectos de la institución de la presidencia. Durante el súper ciclo de comienzos de siglo, muchos gobiernos usaron la acumulación de recursos para acumular poder y, en varios casos, asegurarse la perpetuación; en el caso de Brasil, del PT. Para tal fin se incrementó la discrecionalidad del Ejecutivo, alterando el equilibrio constitucional. El ciclo político se convirtió así en una mímica del ciclo económico. El boom de las commodities fue el boom del poder; la corrupción, la grasa en las ruedas.
Ello hasta ahora que el ciclo económico ha cambiado, en Brasil y en todas partes. No es solo que esa estrategia dejó un sistema político dividido y corroído por la desconfianza. También deja una oposición que, vilipendiada desde el oficialismo durante mucho tiempo, acumula resentimiento y está presta a cobrarse las deudas. Quienes han perseguido la perpetuación idearon la mejor de las coartadas institucionales: la reelección indefinida, atributo de un sistema parlamentario, pero en un sistema híper-presidencial sin la disolución del gobierno en caso de crisis, otra característica del parlamentarismo. Eso es jugar con cartas marcadas.
La moraleja de esta historia es que las crisis son inevitables en la política. Lo importante es que existan mecanismos para, primero, neutralizar el daño y, luego, resolverlas con celeridad. De eso se trata este semi-parlamentarismo. Tal vez no esté tan mal la democracia en América Latina, después de todo. Hace tiempo que, con excepción de Venezuela, ni siquiera conocemos el nombre de ningún General.
Twitter: @hectorschamis
Publicado originalmente en el diario El País (España)