Sacudió al mundo que, en la tarde del martes pasado, guardias de la represión de Maduro irrumpieran en una clínica disparando bombas lacrimógenas, una de las cuales casi cuesta la vida a un niño de un mes de nacido, dejando, también, médicos, enfermeras y opositores que buscaban refugio de la persecución policial afectados, con igual riesgo de su salud y vidas, en la que ya es una escena habitual en una Venezuela que tomó la decisión de poner fin a la peor dictadura que ha conocido en toda su historia.
Y que, según todos los indicios, se intensificará en los próximos días, semanas y meses -si es que se hacen necesarios para alcanzar su objetivo- pues de acuerdo al cálculo de la velocidad con que se expande, no es arriesgado anticipar que los venezolanos no traspasarán el segundo trimestre del 2017 sin despachar al dictador que, con Bashar al Asad de Siria, compite en emular a Hitler en el uso de gases tóxicos para acabar con sus enemigos.
No sonaría “políticamente correcto”, sin embargo, atribuir a estos tres dictadores el mismo grado de criminalidad de acuerdo al número de víctimas que suman en sus guerras, pues ya sabemos que el fuhrer alemán copó el nivel de tolerancia a una monstruosidad que la humanidad no dejará pasar jamás, pero en cuanto a la intención, si me atrevo a colocarlos en el mismo nivel, pues si se mata a unas pocas personas para alcanzar un fin perverso, creo que el crimen establece per se la misma culpabilidad en caso se trate de miles o millones.
En la Biblia, el crimen que comienza estableciéndose como emblema porque reúne todas las características de la perversidad extrema, es el de Caín a su hermano Abel, y desde ahí, no hay crimen contra uno, pocos o muchos hombres, que no alcance a toda la humanidad.
Por eso, me arriesgo a afirmar que Hitler en los 30 y 40, Bashar al Asad hace tres semanas, y Maduro ayer, son el mismo criminal de ayer, hoy y siempre, pues se trata de enloquecidos y desequilibrados detentadores del poder que, no hacen cuenta de cuantos inocentes hay que sacrificar, si es necesario para no retroceder en su crueldad, cobardía, esquizofrenia, y arrogancia.
Lo cierto es que, de manos de Chávez y Maduro, Venezuela devino en un país de armas, en uno en que puede faltar de todo, desde alimentos hasta medicinas, pasando por la inseguridad que acecha las 24 horas del día, pero no de armas de los tipos, marcas y calibres que sean, y desde luego, prestas a detonarse, puesto que estamos entre los cinco países más violentos del mundo.
Pero en las últimas semanas y días nos convertimos en el paraíso o santuario del gas, que, encartuchado en bombas lacrimógenas, llueve sin parar contra manifestantes, transeúntes, trabajadores, estudiantes, comerciantes o cualquiera que pueda ser confundido con un enemigo del régimen, de aquellos que se atreven a gritar “no” a la autocracia.
Desde que se inició la dictadura que Chávez y Maduro tramaron por largos 18 años, padre y heredero tuvieron claro que sin armas metálicas y químicas difícilmente sobrevivirían, y es posible que olvidaran muchos propósitos, menos éste, en el que gastan a torrentes millones de dólares en todo lo que puedan ofrecer los mercados.
Primero en Rusia, de donde trajeron aviones Sukhoi 30, helicópteros, radares, submarinos y tanques que terminaron en chatarra por la obsoleta tecnología, pero no el fusil AK-47, el temible Kalashnikov, que es un artefacto sin competencia en la política de destruir opositores.
Hasta 50 mil millones dólares se han gastado en armas y equipos de tecnología rusa que casi han desaparecido por inútiles, pero no el Kalashnikov 47, el AK-47, o su versión más actualizada, el 103, que desde hace 10 años es el arma liviana de uso modelo de la FAN, y que ahora parece se ensamblará aquí, según han soltado por ahí connotados y asustados maduristas, como Freddy Bernal.
Pero en lo que se refiere a la gigantesca dotación de armas antimotines, o antidisturbios, que fue en la otra rama de la muerte en que la revolución chavista jugó a ser de las más eficientes del mundo, los vendedores han resultado más locales, y ninguno como el Brasil de Lula Da Silva y Dilma Rousseff, cuyas fábricas exportaron a Venezuela 147 toneladas de bombas lacrimógenas, según los datos más recientes.
Con ellas, es cierto que no se busca la muerte súbita, como con las balas, pero si a plazos, porque empiezan por enfermarte los ojos, y progresivamente, el cerebro, el aparato respiratorio, la movilidad psicomotora, hasta que no te queda más remedio que retroceder y esconderte. Desaparecer.
Pero el arma química que va en el gas de las lacrimógenas no se queda ahí, en la paralización y la desaparición, sino que busca un objetivo superior y es estrangularte la voluntad, a través del enfriamiento del miedo, que termina por disuadirte de no volver a protestar jamás.
En un reciente artículo sobre el terrorismo, el politólogo venezolano, Aníbal Romero (“Exploraciones geopolíticas: El terrorismo”. El Nacional), citaba a la pensadora francesa, Simone Weil, sosteniendo en su ensayo, La Ilíada o el poema de la fuerza: “Existe una fuerza que mata, pero, además, hay otra que no mata todavía, es decir, una fuerza que seguramente matará, o posiblemente lo hará, o tal vez meramente amenazará, tensa, afilada, como una espada sobre la cabeza de la criatura a la que puede matar en cualquier momento, en todo momento. Su efecto, en cualquier caso, es el mismo: convertir a la posible víctima en piedra. transformar al ser humano en una cosa, aun estando vivo”.
Y ¿acaso hay dudas de que, cuando se usa gas lacrimógeno para reprimir una protesta política que busca imponerle sus derechos a una dictadura que se los niega, pues, simplemente, se usa un arma química con la cual los totalitarismos de antes y de ahora, tratan de barrer con las oposiciones, de “matar” a las disidencias y convencerlas de que, mejor se mantienen en sus casas para preservar el único y precario bien que les queda, sus vidas, pues si no, también lo pierden?
Por tanto, en el orden de plantearnos denunciar ante el mundo el genocidio de la voluntad de los libres, de matarlos aun estando vivos, debemos acusar desde Venezuela cómo Maduro usa bombas lacrimógenas en vez de balas, pero con un único y mismo fin: someter al pueblo de Venezuela a su atroz dictadura.
Pero eso, mientras puede, porque la represión hasta el jueves contabilizaba 7 muertos de bala, 30 heridos y más de 500 afectados por el gas lacrimógeno.
Que unidos a los 43 ciudadanos asesinados en las manifestaciones del primer semestre del 2014, más los que se han sumado desde entonces a las formas de represión camuflada, nos hablan de una dictadura perversa, especialmente criminal, centrada en adelantar un modelo político y económico mafioso que llama “socialismo”, pero exclusivamente diseñado para enriquecer a una camarilla delincuencial de civiles y militares corrupta y relacionada con todas las formas de la delincuencia organizada nacional e internacional.
Pero, a la que le llegó la hora, y no importa de las armas químicas encartuchadas en gas lacrimógeno de que dispongan, ni de los fusiles AK-47, ni de aviones, helicópteros y submarinos obsoletos, porque el pueblo de Venezuela decidido poner fin a la tiranía y ya es imposible que se arrepienta o devuelva.
Impertérrita e invencible es la marcha de Venezuela hacia la libertad y la democracia, hacia el bienestar, la justicia y la igualdad, para extirpar estos últimos vástagos del totalitarismo que dejan la economía en ruinas, a los venezolanos sin alimentos y medicinas, a una pandilla de ricachones que pronto serán juzgados en los tribunales internacionales como lo que son, ladrones y un país reconstruyéndose para insertarse en el siglo XXI y para no perder el rumbo jamás.