Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia,
el derecho a no tolerar a los intolerantes.
K. Popper “La Sociedad Abierta y Sus Enemigos”
Claro, no se puede confiar ciegamente en nadie. Tampoco en Popper quien en su propio texto tiene ciertos parcialismos que lo alejan de la crítica descarnada. En este sentido, seamos tolerantes con Popper porque alega por la tolerancia con los tolerantes. Así que, sin pretender auscultar en este Karl por liberal, ni tampoco en el otro, pues hablemos de ese valor manoseado y tan poco entendido como la tolerancia en un país como el nuestro. No pretendo, así que detenga su lectura aquí si eso es lo que desea, hacer un tratado teórico-académico del tema. Pretendo hablar, esbozar en realidad, sobre el énfasis político que debe ser comprendido finalmente. La tolerancia en efecto es un valor. Pero no un valor moral –como el de las “señoras” que se dan golpes de pecho por los pobres en la iglesia, y luego piden a los obreros que tomen agua en sus casas con pitillo- sino el valor que abraza éticamente a la persona para hacerle vivir principios complementarios como “igualdad” y “solidaridad”. No podemos entender a la tolerancia si no comprendemos antes que se trata de una tríada inseparable. Una que no se usa en palabras, como si fuese una gorra a llevar en la playa, sino que se ejercita cotidianamente.
Alguna vez escuché en una conversación entre adultos, estando en esa curiosidad infantil que aún no logra aprehender muchas cosas, que en Venezuela lo que se buscó con la guerra de la independencia no era tanto la libertad –entendida como la posibilidad de que los venezolanos criollos se dieran su propio gobierno y leyes- sino la igualdad. En aquel momento no entendí mucho de qué se trataba, hasta que pasando unos añitos, en la adolescencia, fui pupila del que fuese un gran historiador, Vinicio Romero Martínez –guarde el lector por favor cualquier consideración sobre la vida del que fuera mi maestro en historia, y preserve sólo la imagen de investigador incansable que efectivamente fue el hijo de otro grande, Adolfo Romero Luego-. Vinicio me introdujo en ese mar de piezas inconclusas que es la historia de nuestro país, de su mano fui desde Leonardo Chirinos hasta Páez y el nacimiento del sistema republicano que impera hasta hoy. –No nos dio tiempo de más, por razones que todos ya saben-. El hecho es que Vinicio, y su esposa Carmen, me adoptaron una temporada para que comprendiera la historia de nuestro país, de su mano aprendí que las luchas en Venezuela no iban ni por el tema de rechazar a la Corona por Corona, sino por pretender excluir a buena parte de la gente de aquel tiempo. Los esclavos y campesinos, los mestizos, y pobres se suman a la lucha independentista por la promesa de la igualdad. Claro que aquello implicaba la obtención de la libertad, pero ante todo la idea de que todos éramos los mismos; por ello la exclusión no cabía, y por tanto la tolerancia debe regir la dinámica social. Hoy día además, luego de la profundización de valores en nuestra sociedad, se comprende que la igualdad y la tolerancia traen coletilla: la solidaridad. Ese entendimiento ha fallado a lo largo de nuestra historia, la tolerancia ha sido sustantiva –no ejercitada- y la solidaridad ha sido precaria –endilgada muchas veces al Estado únicamente.
Entender a la tolerancia como “aguantarse al otro” es caer en la hipocresía de la señora de los pitillos, pues no se trata de disimular el desagrado por otra persona, sino “abrazar la diferencia” prestando oídos, escuchando, al otro para entenderlo. Es un ejercicio de apertura que implica poder abrirnos dentro de la escala de valores que signamos en nuestra Carta Magna, como pacto social, -y que aclaro son valores presentes en varias de nuestras constituciones, por si hay dudas- porque forman parte de nuestra identidad como nación producto del mestizaje y movilidad social. ¿O es que la Caracas mantuana alguien cree que existió como aristocracia real? Sería ridículo que un país cuya riqueza es “obra y gracia del Espíritu Santo” (como país rentista, minero y petrolero) los que primero sacaron provecho de esa fuente intrínseca de dinero, sientan que son superiores a los que no han podido obtener tal lucro. Así mismo es casi ridículo pensar que con crear títulos de inclusión e integración de los pueblos indígenas realmente se les comprende, se ejercita cabalmente la tolerancia; y es que nosotros, los “Supanioros” (en Pemón “los que hablan español”) distamos mucho de comprender que tolerar implica respetar y que como sociedad mayoritaria, así nos ven, podemos protegerles –debemos hacerlo- pero no podemos absolverlos en un sistema que es ajeno a sus costumbres y que incluso amenaza sus orígenes y la preservación de su historia, costumbres y legado. Claro que deben estar representados para que nuestro sistema no los perjudique y tengamos contacto y nos enriquezcamos de su comprensión del mundo, pero la integración tolerante también implica respetar sus costumbres y la relación vital que tienen con una tierra que les convierte, además, en poblaciones de nacionalismo pluriestatal (caso de los Pemones de Kumarakapay, los Wayúu, los Barí, los Baniva, los Piapoko; entre otros). Hay que tener mucho cuidado hasta qué punto se ejerce un imperialismo criollo o tiranía de la mayoría.
Por supuesto no puedo finalizar el presente esbozo sin caer en el tema de la afrenta cuantitativa de quién es mayoría entre oficialismo y oposición, tampoco de quién es mayoría interna en sendos bandos; pero nuevamente apelo al valor ético en democracia de la tolerancia –que insisto siempre debe ser practicada entendiendo a la igualdad y la solidaridad- pues es indigno –éticamente- pensar en democracia como tiranía de la mayoría. Ya advertía Alexis de Tocqueville sobre ese peligro, al que encuentra cura con la ausencia de centralización definitiva “pues la mayoría nacional –Estado Central en nosotros- no tiene la idea de hacerlo todo”, unido esto a la libertad de asociación que “ha llegado a ser una garantía necesaria contra la tiranía de la mayoría” (Ver Democracia en América). La creación de fuerzas que sopesen el poder político, desde el poder político-administrativo local, y la admisión de fuerzas sociales que controlen al poder político desde el poder social. Su convivencia es un ejercicio de tolerancia, comprendiendo que su principio legitimador es la igualdad en el debate, y su ejercicio efectivo se da en la solidaridad, que lleva incluso, a su financiación –por supuesto que con los límites que impone la tolerancia democrática-.
¿Y cuáles son los límites? Pues vuelvo a Popper: la intolerancia. No se puede ejercer la tolerancia ante individuos o grupos que no crean en la tolerancia, que promuevan el odio, la afrenta, y por supuesto la desigualdad y la insolidaridad. Se trata entonces de grupos que va en contra de la paz social y, fundamentalmente, del Pacto Social que nos hace nación o, me atrevo a decir, un Estado Plurinacional, si queremos ser coherentes con lo que señalo sobre nuestros poblados indígenas.
¿Es idílico mi texto? No se trata de cuán cerca o lejos estemos de practicar a cabalidad estos valores democráticos; no se puede retornar a la senda a menos que tengamos la ruta, la meta y tomemos conciencia de nuestra ubicación actual. Insisto la práctica de la tolerancia, la igualdad y la solidaridad son indispensables para vivir en democracia, tanto como unos oídos que escuchen y una cabeza pensante que rompan la inercia del medio. Ésa es la fórmula del oxígeno vital para la política venezolana.
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