Durante catorce años, nuestra nación fue mutando como un calendario maldito.
Año tras año, el tricolor fue perdiendo sus tonalidades amarillas y azules, hasta que el rojo lo copó todo; como si el sol y el cielo envejecieran con el tiempo, volviéndose frágiles e incapaces de sobrevivir ante la fuerza destructiva de un color que se los devoró.
El calor se hizo frío y el día se suicidó, dejando solamente la noche, que sin cielo que sostuviera estrellas, nunca más iluminó.
Y ese rojo totalitario usó los servicios de su esclavo, un mago tenebroso que no quiso permitirle a la vida ser la conquista de la muerte.
Y así la parca fue coronada emperatriz de Venezuela; y sus decretos fueron ley… la única ley.
Para mayor efectividad, su seco aliento evaporó el sentido de la vida humana y de la vida institucional. A las personas se les arrancó su sentimiento de seguridad. Asesinatos y secuestros monopolizaron la realidad; disparar y robar la existencia fue montar una moto, calzar zapatos de marca y sacar dinero del cajero automático.
Las empresas se desvanecieron; instituciones públicas convertidas en privadas, hechas de plastilina.
Pero el rojo es ambicioso y quiso más, mucho más.
Inconforme de pintarlo todo con maldad, no se limitó a los asesinatos de la vida física e institucional; su hambre de bestia salvaje se tragó también la vida espiritual.
Dejó morir lentamente a un hombre, que hacía del no comer un símbolo que nos recordaba que el derecho de propiedad es el oxígeno de la dignidad. El asesinato de este símbolo, sucedió sobre el cadáver de la Libertad.
Las rejas fueron hogar de muchos inocentes, que más nunca disfrutaron los cotidianos detalles familiares que le dan significado a la existencia.
La vida se acuñó como moneda sin valor y la libertad fue martillada hasta quedar pulverizada.
El mago del imperio rojo engordaba en la misma proporción con que su eficiente parca extraviaba los cinceles con los que se talla el alma.
La horrible carcajada se multiplicaba con ecos saltarines.
De pueblo en pueblo, de barrio en barrio, de calle en calle, de urbanización en urbanización, de edificio en edificio, de casa en casa; ruidos perturbando el sueño, masticando las vísceras, arrugando los rostros, humedeciendo los ojos, rompiendo los corazones.
Y la obra del imperio fue avanzando… roja, roja, cada vez más roja.
La carcajada engulló píldoras de eternidad, y así se transformó en burla inmortal, una polilla que clavó sus colmillos en la yugular de la decencia, otra víctima fatal de su poderío.
Salvaje rojo, mostraba genitales a los transeúntes, defecaba en calles, hacía muecas a las monjas, mentía en confesionarios y se emborrachaba en jardines infantiles.
Y la humillación tenía que ser total. Aquel tricolor lucía como fósil prehistórico y rojo usó el puñal cubano para clavárselo a la espalda nacional. Fue el crimen estelar de un homicida paciente, calculador; un asesino en serie que mató a sus víctimas progresivamente.
Cadáveres fueron las personas; cadáveres también la propiedad privada y las instituciones; cadáveres la Libertad y las ilusiones.
Llegamos al epílogo, cuando mago y parca se aparean para traer al mundo a su heredero universal.
Nació y fue bautizado, recibiendo el nombre de “Tumor Terminal”, reconocido como la singularidad de la destrucción total.
La noticia hizo que rojo cantara canciones de felicidad.
Las formas, en el circo de las ilusiones, perdían su significado.
¿Para qué seguir simulando?
¿Qué sentido tenía la máscara si la obra llegaba a su fin?
Pero tristes son los finales si los aplausos no son apoteósicos y trascienden fronteras.
Tanto dinero invertido tenía que servir para algo más que cuentas suizas.
Invitar a todos sus esclavos fue la exigencia; enanos y payasos de Latinoamérica y del Caribe.
El escenario se vistió de gala.
Se distribuyeron discursos clonados y alientos escatológicos, empaquetados herméticamente en cajas de cursilería; el mismo guion para todos los actores.
Y así fue como “Tumor Terminal”, hijo único y heredero universal, nacido en el imperio rojo, se presentó en sociedad.
El acto final fue perfecto.