Jesús de Galíndez fue un intelectual español y republicano brevemente establecido en la República Dominicana que cometió la fatalidad de hablar mal de Rafael Leonidas Trujillo. Con su disertación doctoral para la Universidad de Columbia, “La era de Trujillo: un estudio casuístico de dictadura hispanoamericana,” soltó entre otras perlas que Ramfis no era hijo biológico de Chapita. Trujillo no se andaba con delicadezas y con la colaboración de la CIA y más de un millón de dólares en gastos hizo secuestrar a Galíndez desde su casa de Nueva York para traerlo de vuelta a Santo Domingo. No sé si los sustos puedan ser categorizados pero este sin duda ha debido ser uno de los mayores de la historia. El hombre fue sedado y despertó frente al dictador. Las leyendas dicen que fue obligado a comerse su trabajo académico. Lo cierto es que desapareció asesinado por la dictadura. Los gobiernos autoritarios han temido siempre a la opinión pública. De allí sus censuras y persecuciones. Nuestro Ramón J. Velásquez fue a parar tres años a la cárcel de Ciudad Bolívar por la publicación de un artículo contra la dictadura de Pérez Jiménez. Los déspotas amenazan, buscan un chivo expiatorio y promocionan la autocensura. Si bien en nuestro país hay libertad de prensa y pensamiento, hay amenazas y crecientes a esta declaración de principios.
El mundo cambió y el papel dejó de ser el muro de los lamentos de los hombres libres. Ahora tenemos el ciberespacio y todas las redes digitales y sociales que han multiplicado la escritura y los reclamos. Un blog puede sumar más lectores que un periódico. De allí que la prensa tenga casa en la hoja y domicilio en la red. Y está el Twitter, esa tremenda invención que afila los lápices digitales en 140 caracteres donde a todos se nos da alojamiento confortable y sin canon de arrendamiento. Pero a los enemigos de la palabra les ha dado ahora por buscar microbios en el Twitter. Surgen acusaciones de que la red se utiliza para atacar nuestro actual orden de cosas y hasta se acusa de algunos movimientos de inteligencia para detectar a los enemigos digitales de esta muchachona bella llamada revolución. Nunca he creído en el anonimato y una de las cosas posiblemente reprochables de algunos tuiteros es que se guarecen en identidades apócrifas. Pero prefiero que se tenga la libertad de escoger entre una identidad verdadera o falsa a que haya regulación en la red. Ya esto se convierte en un problema de consciencia de cada quien a la hora de teclear sus frases. Lo cierto es que siempre seremos responsables de lo que digamos tengamos o no un antifaz. Obviamente los métodos de presión han cambiado. Ya no se encarcela y se coloca a la víctima no digamos ante un Trujillo o algún contemporáneo Pedro Estrada sino que se instruye a un hacker a que se haga de la cuenta sospechosa para desmantelarla.
Pretender que el Twitter desestabilice es algo francamente risible y sólo vinculable con la pretensión de que vayamos a tener un Hermano Mayor a lo Orwell que ordene que todos seamos protagonistas de una versión de realidad parecida a la de los cuentos de hadas. Porque toda sociedad contemporánea tiene miles de problemas y la democracia, en tanto que no da abasto para que todos estemos simultáneamente contentos, tiene el escollo de que tendrá siempre más críticos que aplaudidores. La perversión se da cuando las libertades y la legalidad parecen agrietarse, los límites de la protesta son desdibujados y entonces sí que retornan los brujos y el aquelarre. Y aunque nos parezcan lejanos los Trujillos, los Estradas y sus métodos crueles y vetustos, parece alcanzarnos la sensación de que algún peligro se cierne hasta para los cándidos caracteres de un mensaje ciberespacial.
Karl Krispin @kkrispin