Mucho se ha hablado del chavismo como religión, como culto puesto al servicio de un individuo a quien se atribuyen milagros que no podemos realizar los mortales comunes y corrientes, pero no se ha insistido en cómo esa novísima fe, en lugar de funcionar con la liberalidad de los tiempos modernos y de buscar la forma de congeniar con la razón que se ha señalado como motor de la historia desde los tiempos de la Ilustración, resucita formas cruentas de imposición que remontan a la época del Santo Oficio. No tiene otro camino la flamante basílica, pues solo una credulidad sin límites es capaz de caer en las redes de un rito sin deidad ni doctrina consistentes; pero de la dificultad que tiene de imponerse a través de una evangelización apacible, de un sermón que respete a quienes nos negamos a visitar las naves de su templo, está provocando una segregación susceptible de llegar hasta la atrocidad.
Se sabe cómo funcionó el Santo Oficio de la Inquisición en los tiempos del absolutismo, o desde el Medioevo hasta principios del siglo XIX. Fue una maquinaria para el resguardo de la ortodoxia católica, a través de la cual se buscó el castigo de las ovejas descarriadas que se alejaban de la confesión verdadera por incitación de Satanás. Bastaba una simple sospecha, o una denuncia sin fundamento que se hacía en sigilo y de manera irresponsable, o el cultivo de una amistad con gente extraña, o una comida exótica en el menú familiar, o apenas una frase mal usada en el ámbito privado, para que cualquier persona bautizada recibiese la visita de un comisario que lo conduciría a inenarrables penalidades por el simple hecho de ser o parecer distinto, apenas por salirse del carril, aunque el desvío se hubiera realizado sin ostentación y sin faltar a las leyes civiles. Los visitados podían terminar en la hoguera, aunque solamente en casos excepcionales, pero casi siempre en el potro de tormento. Los culpables de “delitos” menores eran reincorporados por el tribunal a la vida ordinaria, pero se les distinguía con un hábito especial o con una señal en la ropa, llamado sanbenito, para que la gente se alarmara ante su presencia y se alejara de su diabólica pestilencia. Muchos de esos desdichados fueron registrados para la posteridad por el pincel de Goya, en caso de que los quieran observar ahora. Quedaban condenados al aislamiento y al desprecio público, aunque tal vez aliviados por haberse librado de la candela. Cautivos del miedo en las calles y en sus propios domicilios, debían experimentar en adelante una vida limitada a lo esencial por la carga del estigma impuesto por los inquisidores y respetado por una sociedad que vivía también presa del temor.
Desde hace años se ha insistido en una sobrevaloración de la persona y la obra del presidente Chávez, que lo pretende elevar a escala sobrehumana y promueve una adoración como la de las capillas y las sectas. No es nada nuevo para los venezolanos de la última década, pero desde el recrudecimiento de su enfermedad y ante la posibilidad de que desaparezca físicamente, se ha puesto en marcha una manipulación de tipo afectivo a través de la cual se quiere multiplicar el fervor de sus seguidores en medio de una cascada de lágrimas ante cuya profusión está prohibido resistirse. La anunciación del sacrificio del comandante-redentor que hace gozoso calvario por la felicidad del pueblo, es el fundamento de unas machacadas homilías que ahora constituyen la médula del discurso oficialista y que no aguantan ni la crítica más somera, debido a su debilidad y a su tontería intrínsecas, pero ante las cuales resulta difícil distanciarse para no caer en pecado mortal y merecer el infierno antes de pasar a mejor vida. La grey debe aceptar las parábolas de sacrificio y gloria mediante las cuales se pregona la beatitud del jefe, las alegorías y las letanías que preparan el ascenso hacia el altar, las lampiñas oraciones para la adoración del tropical emisario del dios de las repúblicas ante cuya majestad no queda más remedio que ponerse de rodillas. Ya el país está poblado de una de las primeras jaculatorias ordenada por la catequesis. “De tus manos brota lluvia de vida”, se lee en cualquier lugar, aludiendo a las gracias dispuestas por el presidente Chávez debido a un poder que alguna potencia sobrenatural le ha concedido.
¿Qué pasa con los que nos distanciamos de semejante devoción? Se nos responde con descalificaciones de naturaleza religiosa, como las del pasado que someramente se ha descrito. Para los inquisidores de la actualidad somos herejes, apóstatas, impíos, cismáticos o iconoclastas a quienes se debe segregar para protección del profeta, cuidado de la buena doctrina e higiene de la sociedad. No pueden quemarnos en la hoguera, aunque se contemple la posibilidad en el devocionario de los más fanáticos, pero nos señalan con un sanbenito debido a cuya marca nos convertimos en parias de la patria. ¿No es lo que merecen las criaturas del Maligno, cuya podredumbre se debe eliminar para proteger del contagio a los frutos sanos? Nadie puede aceptar nuestra compañía ni escuchar nuestra palabra, sin el riesgo de la eterna condenación. La Iglesia católica no solo se ha alejado de tales métodos, sino que también los condena desde finales del siglo XIX, pero el oratorio oficialista los ha resucitado. Nos estrenamos como habitantes de una comarca manejada por artículos de fe, ante cuya conminación ni el silencio evita reprimendas capitales. En este abyecto templete nos ha encerrado el chavismo.