Quizá por eso aún anden esos seres afantasmados saliendo por las esquinas, por las estrechas calles del centro de ese sitio dicho hoy Ciudad Bolívar, lugar de recuerdos y olvidos, buscando una identidad perdida.
Antes, por los años setenta, Luis Sutherland era una de las presencias obligadas en las noches de la Escuela de Letras, en la UCV de la postrenovación y un rostro familiar en las altas madrugadas, en la Caracas de El Gran Café, el Chicken Bar, la Vesubiana, El Gato Pescador, la calle de la Puñalada, Franco’s, el Molino Rojo, La Bajada. Junto con su sombra de amistad, Luis Camilo Guevara, Sutherland formaba parte de la Gran Asamblea de ciudadanos libres, en la República del Este.
Pero Luis también tenía otra presencia; la mirada melancólica y como ida hacia otras realidades mucho más hondas, antiguas y desquiciantes. Vivía con sus tormentos seculares, sus antiguas voces que intentaba encontrar entre sus amores, amigos y conocidos. Apenas tres libros publicados: Relación de un pasajero oculto (Premio UCV y Municipal de Poesía); La puerta de la pequeña separación (Premio internacional Unesco) y, Juegos de la existencia. La voz poética de Sutherland se entrelaza en la atemporalidad de un discurso de la memoria mientras los fragmentos de vida discurren como una malograda película que junta piezas de amores que transitan por un mundo que ya no tiene razón de ser, cuya existencia hace tiempo falleció.
Son esos valores, esos pedazos de moral, de ética, de principios que andan por ahí y nadie sabe a ciencia cierta qué peso tendrán en la piel de esta nueva juventud, de estos nuevos amores, de estas construidas y re-construidas maneras de hacer amistad. Términos como patria, país, religión, ideología, política, amor, amistad, tienen en la construcción poética de Luis Sutherland la apenas presencia de lo efímero y fracasado.
Ser eso, un fracaso andante, apenas sombra que disminuye su presencia en el cuerpo poético de la escritura de este escritor ido hacia la noche eterna del alma. Como sus poemas, Luis partió sin mucho adiós porque desde siempre quiso irse así, o quizá desde hacía años ya se había confundido entre sus textos. En sus escritos persiste el temblor de una poiesis que nombra lo amoroso, sensualidad y derrota ante la amada que siempre parte y que deja el detalle en la mirada que cae al suelo y se cierra, cansada de tanta madrugada andada por las calles buscando acaso nada o la silueta de Ella, que siempre aparece nombrada de manera sesgada, mientras la violencia de los días dibuja la realidad de un país que se derrumbó, que se cayó a pedazos. Escribe Sutherland: “Este final de siglo que se marcha / entre serpentinas / de vivísimos colores / con una música nefasta / donde tenebrosos acordes / mueven a címbalos y payasos / A mercachifles y matarifes / A tenebrosos políticos y corte y cortesanas / A usureros y confidentes / A suicidas y filicidas / A traficantes y miserables / Todos felices danzando / Ellos sólo ellos / Anuncian la caída del reino / que no llegó a serlo / por los arribistas / falsarios de la política / de las artes todas / Cuando no hay contrafigura”.
La palabra de Luis es directa y lacerante, no conmueve sino que pega y duele en lo hondo y deja sus heridas abiertas en la piel social putrefacta, pero también deja al descubierto esa otra dolencia, acaso esa real y cierta de la vida andada en piel desollada, que es la nuestra y esta de todos los días: “Y nada interesa y nada sentimos y nada puede ser / Mejor aquel momento cuando la vida / decía más sobre la emoción de ser / mejores personas / por tener el sol en nuestras almas / frente a lo que somos / ya investidos de tristes figuras / frente a lo que somos / ahora / infelices ridículos fantasmas / de esta época de sangre y fuego”.
Es esta la vida donde cada uno se aferra a sus memorias, a su espacio como hiena herida en el desierto de eso llamado país donde habitamos como huérfanos, como sombras, entre amores furtivos, descoloridos, colas para cancelar deudas, encuentros desgastados, frente a la cajera del negocio que te mira como buscando un atisbo de hermandad y no la encuentra. La poesía de Luis Sutherland, por estar tan apegada a esa otra vida, esa de la celebración y la plenitud del ser, abre y deja al descubierto esta vida que afanosamente busca entre los desechos humanos “La idea de cambiar el mundo para cambiar la vida” Esto es lo que somos.
@camilodeasis