Lo que leemos en la escuela primaria tiene el efecto de grabarse en nuestra memoria con la misma fuerza que del perfume de la maestra, los olores del comedor o el orden de los nombres en la lista del salón.
Probablemente aún hoy en día, lo digo a riesgo de equivocarme porque entre tantas cosas que han cambiado quizás ya no se lean en nuestras aulas los mismos textos que yo leí cuando era niño, dos de los libros centrales en nuestras escuelas sean Doña Bárbara y Casas muertas. En un modo muy profundo, ambos ejemplifican la Venezuela que aspirábamos a dejar atrás cuando íbamos a la escuela y leíamos sobre un país que estábamos convencidos de haber superado. Poco importaba si en verdad la diferencia en el tiempo que separaba los mundos que se narraban en esas novelas y el mundo de un niño en 1960, cuando yo asistía a la escuela primaria, no fuese más que unos meros 20 años. La Venezuela de la sabana salvaje y sin leyes o arruinada hasta los tuétanos físicos y espirituales por el paludismo y el analfabetismo se nos hacía infinitamente lejana en el tiempo.
Poco imaginábamos que la fuerza destructora de la epopeya chavista podría ser lo suficientemente intensa como para hacernos retroceder en algunos de los elementos fundamentales que definen a una sociedad a los tiempos de las obras capitales para la identidad venezolana de Rómulo Gallegos y Miguel Otero Silva. En un cierto sentido Doña Bárbara es la contrapartida femenina del líder fundamental de la revolución.
Ambos llaneros, ambos esencialmente resentidos, ambos carismáticos y mesiánicos y con una visión profundamente atrasada de la sociedad. Dejo al lector la tarea de construir sus propias imágenes sobre quienes representan al resto de los personajes de la trama de Gallegos cercanos a la dueña de El Miedo; como por ejemplo los tres hermanos Mondragones. Y quizás también preguntarse quienes representan a Marisela y Santos Luzardo. Y si el verdadero Mr Danger no es más bien uno o los dos hermanos Castro. No hay que hilar demasiado fino para percibir que la maltrecha democracia venezolana, sin separación de poderes, con una justicia sometida a los designios del Gran Líder, y con un entramado de corrupción que aflora por todos los costados, es una analogía simbólica muy acabada del universo de La Dueña.
Del otro lado, buena parte del interior de Venezuela se va pareciendo cada vez más al pueblo emblemático de Casas Muertas: Ortiz. Años de abandono han hecho que las rutas carreteras se hayan tornado intransitables y que lo que logró nuestro país en materia de control de enfermedades tropicales, producto de la visión y trabajo de nuestros grandes médicos sanitaristas, haya retrocedido a extremos irreconocibles. Las estadísticas de retorno del paludismo y el dengue son alarmantes y lo mismo se puede decir de otras plagas de nuestras tierras como el Mal de Chagas y la leishmaniasis. Al mismo tiempo las ciudades se han ido tornando en espacios inhóspitos donde la gente se encierra temerosa de la violencia asesina que arrebata la vida a miles de venezolanos todos los años. Por último, en materia educativa, todo lo que Venezuela había avanzado se encuentra en riesgo amenazado por la estulticia de quienes son incapaces de diferenciar sus objetivos políticos de los intereses del país.
Al margen del valor simbólico de la fecha del 23 de enero de 1958 como inicio de la era democrática más larga que ha conocido el país, conviene quizás recordar que prácticamente todo lo que se avanzó en nuestro país para distanciarnos de los mundos enfermos y degradados que se describen en las obras de los dos maestros venezolanos de la literatura, aconteció durante los 40 años de la mal llamada IV República. Una época cuyos logros deberíamos reconocer en su verdadera dimensión sin que ello signifique el silencio frente a sus profundos desaciertos en la construcción de equidad social.
Resistirse a la reconstrucción de la historia y a la apropiación de todo lo que representa nuestra identidad colectiva como pueblo, es tan importante como denunciar las violaciones a la Constitución y la usurpación de la Presidencia de la República en la que incurre el binomio bicéfalo formado por Maduro y Cabello. Quizás el ejercicio de repensar como conducir la política de la alternativa democrática tiene mucho que ver con ensamblar una narrativa que le arrebate al chavismo el poderoso lenguaje de la simbología, un arma discursiva que se ha utilizado impecablemente en estos años y que le ha permitido a la oligarquía chavista usurpar la figura de Simón Bolívar. Quizás en esta tarea nos pueden dar una mano dos de nuestros grandes pensadores e intelectuales, habitantes idos de una país perdido en el tiempo donde las diferencias políticas no impedían la convivencia ni pensar conjuntamente en los destinos de la nación.