Los chavistas redujeron la democracia a tres componentes: el acto de votar, el predominio de la ley de la mayoría y la participación en las organizaciones creadas por el régimen (organizaciones muy gubernamentales, en contraposición a las organizaciones no gubernamentales).
Los oficialistas constituyen algo más del cincuenta por ciento del país, pero se creen con el derecho de aplastar a la otra mitad que los adversa porque logran contabilizar una proporción algo mayor de votos en las urnas electorales. No entraré a examinar el ventajismo, los abusos de poder y todas las malas mañas de las que se valen para obtener esa mayoría. Me limitaré a destacar que esa superioridad numérica y la legitimidad de origen que la acompañan, no le confieren al régimen imperante el talante democrático intrínseco a las democracias modernas. Para alcanzar este estatus hay que cumplir otros requisitos que el chavismo se encuentra muy lejos de satisfacer. Garantizar la vida y seguridad colectiva resulta esencial. En una nación donde los delincuentes se apropian de los espacios públicos y los jóvenes son despojados de las noches, es imposible que se ejerza la ciudadanía en los términos que demanda el sistema de libertades.
Los métodos utilizados por la cúpula chavista para mantener la democracia en terapia intensiva varían. Uno de ellos se manifiesta en su tolerancia, hasta la complicidad, con los criminales. El hampa se adueñó de las calles, avenidas, plazas y, desde ciertas horas, hasta de los centros comerciales, sin que el Gobierno tome ninguna iniciativa importante para acabar con el cerco.
El ominoso asesinato de Alejandro Fermín, hijo de Claudio Fermín, junto a los centenares de muertes violentas que se producen en Caracas y muchas otras ciudades del país día tras día, rebela el proceso de descomposición de un país donde el Gobierno perdió la autoridad, el Estado de Derecho se extingue, la fuerza de las pulsiones atávicas se desataron sin ningún tipo de control y la delincuencia impone su ley, que es la del más fuerte, el más desalmado, el más violento.
Al lado de la criminalidad social encontramos la violencia institucional ejercida por la claque que busca suceder a Hugo Chávez contra la oposición. La agresividad irrespetuosa del chavifascismo viola otro principio de las democracias modernas: la tolerancia con el oponente. El miedo a perder el poder, la precariedad de Maduro, Cabello y Ramírez, la red de intereses subalternos que se han tejido en las Fuerzas Armadas y la descomposición generalizada de una casta que lleva catorce años disfrutando del período más prolongado de bonanza petrolera conocido por Venezuela, han desatado un nivel de virulencia inédito contra la Mesa de la Unidad Democrática y los líderes democráticos.
La cúpula chavista, a través de la Asamblea Nacional, desplegó una guerra de exterminio contra los diputados opositores, parecida a la que el hampa mantiene contra los ciudadanos. La etapa inicial contempla la aniquilación de Primero Justicia y Henrique Caprles. Existe una convergencia objetiva de intereses entre los herederos de Chávez y los delincuentes. Estos mantienen aterrorizados a los ciudadanos para que no salgan, para que renuncien a las áreas urbanas; aquellos tratan de paralizar, desarticular y desmovilizar a los sectores democráticos, con el fin de que el régimen se asiente y consolide sin la presencia de su máximo líder. Como no conocen otra forma de gobernar y ejercer la autoridad, apelan a un instrumento clásico del fascismo: el uso de los poderes del Estado para imponer su dictadura. El objetivo consiste en pulverizar la MUD con el fin de que la transición se efectúe sin riesgos ni sobresaltos. Quieren ir a unas elecciones donde el adversario sea una figura débil, fácil de vencer.
Padecemos la dictadura de los violentos.
@trinomarquezc