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La residencia se erigía sobre la colina, en un lugar de Venezuela. Los pacientes pagaban cifras elevadas por el privilegio del mejor tratamiento. Para despistar demonios y recuperar la razón, recibían una mezcla de ejercicios y medicinas psicotrópicas. El grupo no era extenso y los días respondían a calendarios singulares, con sus fechas y horarios libres. Literatura, la ortodoxa: Freud; Jung; Lacan… y químicos, los de última generación. Tony era el paciente más veterano, su esquizofrenia estaba controlada. Los doctores le aseguraron que las voces serían cada día más débiles, y sus alucinaciones – como las culebras que salían por la ducha cada vez que pretendía lavarse el cabello – también se desvanecerían gradualmente. Las terapias de grupo, diez a la semana, estimulaban la camaradería entre los residentes, se abrían los corazones y cada quien contaba su historia como quisiera, no había reglas ni límites para darle rienda suelta a la fantasía y las racionalizaciones psicóticas. Tony, ahora con su sonrisa de hombre relajado, se convirtió en el líder del grupo y sus cantos de salud alegraban los pasillos y áreas comunes; hasta que el viernes fue dado de alta y salió a la vida cuerda, listo para insertarse en la cotidianidad del hombre urbano. Llegó a su casa y encendió la televisión. Se despertó en la mañana y prendió la radio. Fue a la panadería y durante el café conversó con los demás paisanos. Cuatro días le bastaron a Tony para confundirse. ¿Sería el tratamiento? Se convenció que la residencia era el lugar de los cuerdos, mientras que aquí afuera todos estaban locos de remate; la realidad de este país era más fantasía que su voz de Bonaparte. Pidió readmisión a la residencia y nunca más quiso salir al manicomio, porque él no estaba loco.
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