No es fácil imaginar a un gobierno determinado como una maquinaria de destrucción sistemática de la sociedad y de sus estructuras económicas y políticas.
Menos aún, imaginarlo de manera que esa acción aniquiladora afecte directamente los intereses de ese supuesto gobierno y de sus personeros, o sea del partido que tiene la misión de mantener su respaldo entre la gente, y de dar la cara por las decisiones que fatalmente terminan afectando su modo de vida.
A los venezolanos de esta época nos ha tocado observar y padecer lo que era difícil imaginar, convertido en realidad.
Mientras el petróleo se ha mantenido a lo largo de doce años a niveles mayores de los 100 dólares el barril, (fenómeno jamás registrado en el siglo del petróleo), la economía venezolana se parece cada vez más a la de los países insolventes que carecen de fuentes estables de ingresos, y que prácticamente figuran como condenados a la dependencia. Mientras mayores ingresos de divisas, mayores controles estatales. El control de cambios se convirtió en un arma política de efectos mortales. Sólo los importadores oficiales contaron con dólares abundantes que permitieron, según evidencias, que 30% de las importaciones fueran ficticias. El control de cambios es apenas un eslabón de la cadena de controles que se ha ido consolidando sobre la economía venezolana al extremo de aniquilarla.
La nueva Ley del Trabajo es un ejemplo de cómo actúa y qué persigue la maquinaria de la destrucción sistemática. Esta ley afecta por igual a patronos y obreros. Obviamente, con ella se persigue la abolición de la empresa privada, pequeña, mediana o grande. Para completar esta diabólica tarea a los trabajadores se les otorgan presuntos privilegios que buscan ganarlos como aliados de la maquinaria aniquiladora. Con la ayuda de los obreros esperan acabar con la empresa privada. Mayores de edad política, y con experiencias abundantes en sus tratos con el sector privado y con el sector público, los trabajadores venezolanos no pueden llamarse a engaños. Destruidos quienes les ofrecen trabajo en condiciones contractuales, quedarán a la deriva. O sea, tendrán que recurrir a los empleos del Gobierno o quedar en la calle. La experiencia de los obreros de Guayana bastaría como advertencia y lección. No hay peor patrono que el gobierno bolivariano. Ni más arrogante, ni más inconfiable, ni más moroso.
Ni más inapelable, porque se ampara en el control de todas las instancias legales.
Al poco tiempo de su vigencia, la Ley del Trabajo multiplicó el ausentismo laboral, y se ha convertido en un instrumento tan inquietante que afectará por igual al sector privado como al público, aun cuando éste pretenda “interpretar” los desajustes y los fracasos como elementos necesarios del tránsito del capitalismo al socialismo del siglo XXI. En momentos en que al propio Gobierno le interesa que la productividad se incremente, la Ley del Trabajo se convierte en un obstáculo difícil de tramontar.