Hugo Chávez soñó con hacer una revolución socialista que en tres décadas cambiara para siempre a Venezuela, pero el cáncer se lo llevó a mitad de camino, dejando tras de sí una llamarada de pasiones desatadas y odios enconados que prendió más allá de las fronteras del país petrolero por toda América Latina, reseña Reuters.
Consumado especialista en retornos triunfales cuando todos lo daban por perdido, el presidente no pudo dar un último golpe de efecto tras casi dos años de batalla contra una enfermedad que ni la medicina ni su profunda fe cristiana pudieron abatir.
Chávez falleció el martes 5 de marzo a los 58 años en el Hospital Militar de Caracas, semanas después de un sorpresivo regreso de La Habana, donde fue sometido a una cuarta cirugía para atajar un persistente tumor en la pelvis cuyo diagnóstico exacto es desconocido.
“Me consumiré gustosamente al servicio del pueblo y, sobre todo, del sufriente y más necesitado”, clamó el carismático y polémico militar en julio cuando, dejando de lado su promesa de cuidarse más, se lanzó a una extenuante campaña con la que coronaría una larga serie de victorias electorales.
Su reelección en octubre para llevar al país con mayores reservas mundiales de crudo hacia el socialismo sin retorno le costó sangre, sudor y lágrimas, pero hasta el último instante tuvo en la mira liderar su proyecto hasta el 2031.
Sólo horas antes de partir a Cuba para una urgente operación de vida o muerte se decidió a nombrar a un sucesor político.
Sin duda, su legado será objeto de discusión por décadas y, como los 14 años de “revolución bolivariana”, estará preso del eterno debate entre quienes lo encumbraron como el campeón de los excluidos y quienes lo señalan como un tirano que demolió los cimientos de medio siglo de democracia venezolana.
Para bien o para mal, Chávez revolucionó Venezuela. Cambió la carta magna, el nombre del país, la bandera, el escudo y hasta el huso horario. En una campaña electoral permanente, nacionalizó amplios sectores de la economía, modificó la estructura del Estado y dio un giro radical a la diplomacia.
Pero la herencia a corto plazo es más que incierta. Su desaparición en medio de una dura transición hacia el socialismo sin hoja de ruta conocida y con una sucesión que difícilmente podrá satisfacer a todas las corrientes oficialistas plantean un complejo escenario para el “chavismo sin Chávez”.
“Mientras yo tenga vida y salud cuenten con que en esta etapa voy a ser sumamente duro con mi propia gente”, dijo en noviembre al dar un descarnado panorama del lado oscuro del “proceso”: ineficacia, mala planificación, escaso control, obras paralizadas, fábricas improductivas, recursos desviados.
“Más duro de lo que he sido nunca antes jamás. ¡Operación eficiencia o nada!”, fue la última promesa de un maestro en reavivar una y otra vez la esperanza de millones en su palabra.
Su mayor éxito fue elevar a los pobres al epicentro de la agenda política, hasta el punto de que ya no parece posible un programa electoral sin la justicia social como bandera.
Pero su discutido proyecto vino acompañado de una feroz polarización que dividió familias, rompió amistades y enrareció el ambiente en empresas y organismos públicos en un país cuyo principal tema de conversación desde 1998 sigue siendo Chávez.
La reconciliación no luce cercana, ni sencilla.
De arañero a antiimperialista
Llamado por la izquierda continental a ser el heredero de su “padre” ideológico Fidel Castro, exportó sus amores y rencores a toda la región y quiso propagar su mensaje a buena parte del mundo, donde la palabra Chávez comenzó a asociarse a Venezuela tanto como sus hermosas reinas de belleza, afamados beisbolistas e interminables telenovelas.
Con el “antiimperialismo” como estandarte internacional, dio aliento a una nueva generación de eclécticos “socialistas del siglo XXI” que como él llegaron al poder desde los márgenes de la política, mientras atacó sin freno a quienes consideró plegados a los designios de Estados Unidos.
No hubo foro, gira o campaña en que no lanzara su invectiva frontal y virulenta contra Washington y no dudó en hermanarse con todo líder que compartiera su aversión por la Casa Blanca o su apoyo por Irán o Irak, Zimbabue o Siria, sin distingo de credo político.
Nada como su discurso del 2006 ante la ONU para sintetizar su histrionismo cuando, desde el podio en el que había hablado el día anterior George W. Bush, clamó mientras se persignaba: “Ayer estuvo el diablo aquí, huele a azufre todavía”.
Su extemporánea presentación levantaría una andanada de aplausos y críticas, murmullos y no pocas sonrisas.
Célebre por sus maratónicas alocuciones en las que podía disertar sobre lo humano y lo divino por horas -más de nueve fue su récord- paradójicamente saltó al imaginario popular con una breve frase imprescindible para entender el “fenómeno Chávez”.
“Compañeros: Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados (…) asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano”, dijo el espigado teniente coronel en su primer mensaje a la nación para rendirse tras su fallido golpe de Estado el 4 de febrero de 1992.
Pagó la asonada con dos años de cárcel, pero su intempestiva aparición en un país hastiado de sucesivas crisis económicas y una rampante corrupción marcó a muchos, que vieron en el díscolo soldado, con su boina roja de paracaidista y su porte militar altivo, a uno de los suyos, un hombre del pueblo.
Se iba a llamar Eva, pero el 18 de julio de 1954 nació Hugo Rafael en un rancho con piso de tierra y techo de palma en las llanuras del estado de Barinas, segundo de seis hermanos de un matrimonio de maestros rurales.
En su infancia fue monaguillo, pintor aficionado y vendedor ambulante de “arañas”, los dulces que hacía su abuela Rosa Inés para sostener la precaria economía familiar. Soñó con ser pitcher en las Grandes Ligas pero terminó en la Academia Militar de Caracas, donde encontró su verdadera vocación y su destino.
EL HURACÁN BOLIVARIANO
Cuatro años después de salir de la cárcel, ni la acusación de golpista, ni las críticas por su nula experiencia política, ni los gritos de que era un comunista disfrazado le impidieron convertirse en 1999 en el presidente más joven de Venezuela con una nueva Constitución como promesa para refundar la patria.
El “huracán bolivariano”, como le ensalzan sus devotos, desató un inclemente combate con los partidos tradicionales, la prensa, la jerarquía eclesiástica, la elite empresarial, antiguos compañeros de armas y buena parte de la ciudadanía, que al únisono lo acusaban de conducir al país hacia el abismo.
La situación explotó en abril del 2002, cuando fue derrocado en un golpe que naufragó en 48 horas. Rescatado por militares leales y en medio de intensas marchas populares, convirtió su “hora más oscura” en un mayúsculo triunfo político.
No sería la última vez que sobreviviera milagrosamente cuando sus adversarios lo tenían contra las cuerdas, como cuando presionaron por su renuncia con un feroz paro petrolero a fines de 2002 o cuando trataron en 2004 de revocar su mandato mediante un referendo previsto en la carta magna que él mismo impulsó.
Con cada embate, el líder bolivariano ganó más poder y se fue radicalizando hasta que finalmente logró en 2006 una reelección récord al grito de “patria, socialismo o muerte”, aupado por sus “misiones” sociales en alimentación, salud y alfabetización financiadas con la enorme renta petrolera.
A golpe de 30 cafés negros por día para soportar horarios draconianos, con poco tiempo para comer y menos para dormir, Chávez gobernó en permanente “vivo y directo” desde la televisión, empeñado en dar vida a su heterogéneo socialismo criollo de influencias bolivarianas, cristianas y fidelistas.
“Ser rico es malo, es inhumano. Así lo digo y condeno a los ricos”, aseveró sin titubear ante empresarios en 2005.
En su mítico programa dominical “Aló, Presidente”, Chávez se mostró en estado puro, con ese estilo de microgestión al detalle donde todo pasaba por su firma, entremezclando reflexiones políticas, filosóficas y personales con canciones de amor, chistes, anécdotas e interminables polémicas.
Más tarde confesaría que este frenético ritmo lleno de sobresaltos y crisis, sin espacio para sus cuatro hijos o buscar de nuevo el amor tras dos divorcios, fue causa de su enfermedad.
“Me acostaba a las 3 de la mañana. Me levantaba a mediodía, sin desayuno y apurado. Eso no es vida, yo me estaba matando”, dijo al volver a Caracas tras su primera operación, una época más reflexiva en la que prometió cambiar, comenzando por apartar su viejo lema “patria socialista o muerte” por un optimista “viviremos y venceremos”
LOS “PEROS” DE CHAVEZ
Dotado de un innegable don de gentes y muchos recursos, su oratoria encandiló a humildes obreros de las míseras barriadas venezolanas, sesudos intelectuales de izquierda y rutilantes estrellas de Hollywood, a quienes dedicaba sentidas palabras de lucha social, amor por los humildes y respeto para los pueblos.
Pero esa misma elocuencia era puro veneno para sus enemigos, a quienes dirigió palabras de odio, resentimiento y exclusión en una batalla mediática donde toda descalificación era válida para combatir a sus críticos, algunos de los cuales huyeron del país o acabaron presos acusados de corruptos o golpistas.
Chávez, en su estilo desenfadado, le cantaba una copla a la dura polarización que despertaba: “No soy monedita de oro pa’ caerles bien a todos, así nací y así soy, si no me quieren, ni modo”, mientras sus detractores lo comparaban con todo tirano vivo o muerto, lo acusaron de megalómano, corrupto y loco.
Su popularidad casi religiosa osciló al ritmo del precio del barril de crudo, del que el país depende cada día más para la importación de alimentos y todo tipo de bienes y servicios sosteniendo una inflación que, aunque sensiblemente inferior a la que heredó, se mantiene como una de las más altas del mundo.
Sus heterodoxas políticas económicas estuvieron marcadas por la hiper regulación del sector privado, con controles de precios y de cambio, faraónicos proyectos de los cuales muchos quedaron inclusos. Tuvo en su puño una serie de fondos paraestatales que le dieron un control sin precedentes sobre el erario público.
Pero lejos de un socialismo clásico, la bonanza petrolera propició un auge del consumo sin precedentes que llegó de manera masiva a las clases bajas, disparando las compras de autos, celulares y televisores en medio de un clima de prosperidad.
Tras entrevistar a Chávez en un vuelo en 1999, el propio Gabriel García Márquez se quedó con la duda de haber conversado con dos hombres opuestos: “Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista que podía pasar a la historia como un déspota más”.
Y es que con Chávez siempre hubo un “pero”, a favor o en contra. Creó nuevos programas de salud, alimentos baratos y educación para los más pobres, pero no dio respuesta al crecimiento alarmante del crimen y la corrupción.
Marginó a la clase media, a los emprendedores y a sus críticos, pero dio visibilidad a los excluidos.
Atemperó las brutales desigualdades sociales de un país enormemente rico lleno de pobres, pero no tuvo soluciones para problemas estructurales que lastran al país desde hace décadas.
Clamó una segunda independencia que terminara la obra que inició hace 200 años el Libertador Simón Bolívar, pero no pudo desatar a su país de la dictadura económica del petróleo con un socialismo que se quedó a medio camino “entre lo que no acaba de nacer y lo que no acaba de morir”.
“Yo asumo mi culpa”, retó a aliados y adversarios en uno de sus últimos consejos de ministros, mientras hacía planes para el nuevo mandato de seis años con el que planeaba sellar dos décadas en el poder. “Pero que cada quien asuma las propias”.
(Reporte de Enrique Andrés Pretel. Editado por Damián Wroclavsky y Silene Ramírez.)