Escandalosamente falsa la rivalidad del compositor italiano Antonio Salieri con él, y muchísimo más su participación en “el asesinato” de Mozart con el plan de apropiarse del Requiem y presentarlo en las exequias de la propia víctima como su homenaje. El mito es una de las formaciones básicas de la cultura y la más cercana al origen de la civilización, de cuando era la única explicación que los hombres podían dar a fenómenos obscuros entonces, como el trueno, la lluvia, el mar, el origen.
En la sociedad contemporánea difícilmente el mito se mantiene mucho tiempo. Durante la premodernidad casi todo era mítico, cosmogonías, teogonías y antropogonías. Una poética versión del mundo antes del triunfo del pensamiento racional. Max Muller se pregunta… “¿Cómo podemos entender esta fase de la mente humana que dio origen a los extraordinarios relatos de dioses y héroes, de gorgonas y quimeras, de cosas que el ojo humano no había visto nunca?”. En la actualidad ciertas personalidades pueden investirse de un carácter mítico y sobre ellas circulan todo tipo de leyendas y anécdotas inverificables. Así ocurre con algunos políticos, deportistas, artistas y estrellas de cine. Pero para que la leyenda perviva tienen que soportar los embates de la cibersociedad.
Nietzsche escribió que “la ciencia era un cúmulo de mentiras que nos ayudan a vivir”. Morse, por ejemplo, no inventó el telégrafo. Fue Joseph Henry, aunque el alfabeto Morse si es obra de aquél. Tampoco Graham Bell el teléfono sino el insigne patriota italiano, Antonio Meucci, que debió huir de Florencia a EEUU de la persecución política, por su compromiso con la revolución del ressorgimiento. Se supo todo.
Tampoco Wats aportó a la Humanidad la máquina de vapor, sino Thomas Newcomen en 1712, un instrumento que servía solamente para transportar las materias primas de las minas británicas. Lo que sí hizo fue perfeccionarla y tanto la invención de Newcomen como el aporte de Wats ocupan su lugar en la historia. También en materia de vaporones, Robert Fulton no inventó el barco de vapor que encogió las distancias en el río Hudson, porque dos décadas antes lo había hecho John Fitch en Filadelfia, pero su empresa quebró y el ganador quiso escribir la historia. Lo sabemos.
La libertad de información en la democracia permite equivocaciones en unos casos o patrañas en otros, pero también que las derrote el tiempo, la investigación y el debate. Se puede engañar alguien todo el tiempo y a todos un rato, pero el flujo de informaciones y opiniones impide que existan criterios indestructibles, mentiras eternas. En toda comunidad humana existen la falsedad y el error, -que no son lo mismo-, pero en la sociedad democrática los mentirosos la pagan, como Nixon y Clinton
No así en las autocracias. En ellas la mentira es la forma única de información porque los medios son de los comisarios políticos. Saddam convenció a los iraquíes, después de la primera guerra del golfo, “que habían ganado”. Kim Il Sum, muerto hace décadas, es en la Constitución “el presidente” de Norcorea y sus sucesores, vicepresidentes. ¿Son hoy Stalin, Mao, Hitler, Castro “mitos” o simples encarnaciones del horror, licántropos que, como nos enteramos hasta la saciedad, destazaron a sus pueblos?
El “padrecito” Stalin fue un mito para los soviéticos hasta que Nikita Kruschev en el XX Congreso del PCUS de 1955, denunció el reino del horror que había creado. La viuda de Mao terminó en un calabozo enjuiciada con “la banda de los 4” y hoy estamos enterados, gracias a los chinos, que el provecto dormía como un mandarín, con impúberes de ambos sexos. Cuando llegue la democracia a Cuba se sabrán al detalle los monstruosos crímenes de Fidel y su pandilla, especialmente una bestia desalmada como el Che.
Los mitos en nuestras sociedades abiertas, irreverentes, inquisitivas, son flores de un día. Sobreviven en pequeñas sectas de adoradores, como los de María Lionza o el Negro Felipe. No queda nada de Getulio Vargas, Velasco Alvarado, Rojas Pinilla, Omar Torrijos. Se hundieron por el peso de sus malas obras. Todo se sabe.