En alguna desaparecida tradición venezolana, ciertos políticos se metían a escritores o los escritores a políticos. En el siglo XIX venezolano era inevitable que un escritor no se arrimara a este camino que terminaba ofreciéndole dos cosas: un puesto en el servicio diplomático o la cárcel. Esa combinación de cultura y política es cada vez más un trasto viejo apolillado en el sótano de las épocas. Hoy nuestros políticos son profesionalmente incultos, asisten a desfiles de trapos, rondas astrológicas, cocteles, dan sensacionales declaraciones en la TV o en el programa de FM de las gritonas de moda pero no se enfrentan a un libro como no sea un indigerible texto del impostor de Paulo Coelho obsequiado por algún atento seguidor. El presidente López Contreras escribió mucho sobre historia iluminado por la búsqueda del sentido heroico que delirantemente ofreció la Independencia. Rómulo Betancourt encontró en el ensayo político la materialización de una metaforización de la realidad nacional. El presidente Caldera dejó algunos textos cansones y el presidente Ramón J. Velásquez ha sido prolijamente devoto a componer textos históricos que seguimos releyendo sin que hayan envejecido un segundo. En general encontrarnos con un político culto y autor de peso es un rubro que nunca más incluyeron en el anuario estadístico del país. Y si a eso pedimos que nuestro político-escritor sea un intelectual y un hombre universal, nos mudamos inmediatamente a otra búsqueda en el Google. Todo eso lo fue ese extraordinario venezolano que se nos ha ido esta semana llamado Simón Alberto Consalvi.
Descendía de inmigrantes y era producto del aluvión migratorio de corsos y elbanos que se establecieron en las montañas andinas de Venezuela a finales del XIX. Los Andes se le achican y se traslada a Caracas para encontrar que se ha fundado una organización a la que ingresará y acompañará en la función pública que se llama Acción Democrática por la que sufrió cárcel y exilio durante la dictadura de los coroneles modernistas. En el reciente documental sobre los tiempos de dictadura dijo para que no quedara duda que la modernidad sin democracia y libertades representaba un mero ornato. Fue más que embajador, ministro y presidente (encargado) de Venezuela. Le cupo el honor de llevar a cabo la fundación del INCIBA, una obra histórica de consideración y últimamente junto a Edgardo Mondolfi, la Biblioteca Biográfica Venezolana. Hasta fue presidente del Consejo de Seguridad de la ONU, de lo que no alardeaba.
Era un hombre gratamente conversador con un lúcido sentido del humor. No invocaba la guasa de pasillo o el chiste común de oficina. Lo de Consalvi era punzopenetrar la realidad, armar sus piezas desportilladas, asomar un trasfondo cultural y hasta un sentido de burla propia. Suele suceder que a medida que un hombre envejece, se avejenta también su escritura. Se llena de lugares comunes, giros arcaicos o palabras oxidadas. Los domingos al buscar su artículo en este periódico encontraba que el paso del tiempo no lo había visitado y al contrario venía refrescando su pluma. Los fines de semana se superaba a sí mismo y eso lo vamos a añorar como a sus libros y sus asombrosas frases rápidas que nos dejaban entre la risa y el estupor. Una vez Milagros Socorro le preguntó a Paco Vera sobre el secreto de su longevidad. Sabiamente respondió que residía en el hecho de no haberse muerto. A pesar de sus 85, Consalvi habría avanzado aún más sus años acumulados de no haber sido por un traspiés que lo descolocó del mundo. Donde quiera que haya ido, espero que lo hayan recibido con honores, le hayan dispuesto archivo histórico y biblioteca y un cargamento de Cohibas para asegurarse que nunca deje de fumarlos. Vaya usted en paz, estimado maestro y no se olvide de mandarnos un tuit.