- Chávez falleció y Maduro no es Chávez.
En medio del espectáculo mortuorio de los últimos días pareciera olvidarse lo obvio: Chávez se fue. Y aunque su imagen, su voz, su nombre, serán políticamente instrumentalizados hasta la saciedad y se intentará crear una suerte de religión chavista, lo único cierto es que Chávez ya no está. Su carisma indudable, su estilo zamarro, su capacidad de narrador y cuenta cuentos, su energía y convicción, entre otros atributos, no son transferibles. Tampoco lo es, por tanto, su indiscutible liderazgo.
Maduro es una pobre versión del líder revolucionario. No sólo carece de aquellas cualidades sino que se caracteriza por un pensamiento que oscila entre manual marxista y frases de Sai Baba, por un estilo entre aburrido y grosero, por no poseer una épica personal. Su mal desempeño en las semanas recientes, salpicado de graves mentiras, ha erosionado además su credibilidad. Le falta pues lo necesario y le sobra lo inconveniente. Por eso su situación es difícil y su liderazgo, precario. Él lo sabe y el temor que le embarga se exterioriza en ciertos gestos y actitudes.
De nada le servirá la creación de una supuesta dirección colectiva ya que es inherente a los procesos revolucionarios la existencia de un liderazgo personal e incuestionable. Dentro del chavismo existen líneas de fractura que únicamente Chávez, con esfuerzo, supo mantener controladas.
Todo ello no significa, por cierto, que Maduro no pueda ganar las próximas elecciones. Lo que implica, fundamentalmente, es que si resulta triunfador no será por sus condiciones personales sino por el efecto funerario que se hallaría aún en su apogeo. Y eso no es poca cosa.
- Participar no implica legitimar.
Una de las creencias que aún subsiste en la mente de unos cuantos opositores es que participar en las elecciones, en la manera tan desfavorable e injusta como lo hemos hecho y como lo tendríamos que hacer de nuevo, le otorga necesariamente legitimidad al régimen. Esto es discutible, al menos por dos razones.
La primera razón es que una campaña presidencial es una ventana desde la cual el mundo se asoma a nuestra realidad. En ese sentido, participar en esa contienda política puede ser la mejor y tal vez única oportunidad para denunciar eficazmente, nacional e internacionalmente, lo que aquí sucede. Quizás ello no conduzca al triunfo pero puede dejar, definitivamente, una mancha persistente de dudas sobre el nuevo gobierno y generar dinámicas en este momento impredecibles. Esto, de hecho, es lo que la historia sugiere. Muchas coyunturas electorales marcadas por el abuso de poder, en otras sociedades y en la nuestra, han desencadenado crisis políticas que han conducido a desenlaces inesperados.
La segunda razón que cuestiona la idea de la no participación es que ésta se convierte en un gesto vano si no forma parte de una auténtica estrategia de rebeldía democrática. Si no se participa porque el proceso no es legítimo, el Presidente electo tampoco será legítimo y, por tanto, no deberá ser reconocido. ¿Qué se deriva de tales definiciones políticas? Pues, dicho en breve, que la oposición deberá asumir, de manera sostenida, gestos significativos de desafío ante el poder. ¿Es realista una estrategia así? Honestamente, no lo creo. Y aunque lo fuese durante algún tiempo, ¿cuándo cesaría? ¿Cuando el gobierno cayese? La verdad es que éste pareciera ser un camino sin un destino claro.
Así pues, luce mucho más eficaz, a los efectos de lograr mostrar la ilegitimidad del régimen, participar en las elecciones, desarrollando una inteligente estrategia político–comunicacional para denunciar ante el mundo la violación de nuestros derechos políticos.
- El cáncer no se inocula ni contagia pero el pesimismo sí.
Uno de los procesos sociales más paradójicos es el que algunos autores han llamado “profecías autocumplidas”. Su lógica es sencilla y hasta obvia, una vez que se piensa en ella. Aún así sus efectos pueden ser muy importantes. Si un grupo de personas se convence a sí misma de que cierto evento ocurrirá, es posible que se conduzca de tal forma que, sin proponérselo, contribuya a que ese evento efectivamente suceda. Cuando eso acontezca, el grupo verá reafirmada su expectativa inicial, sin percatarse de que fue él quien, con su comportamiento, hizo que el futuro esperado se hiciese realidad.
Si unos cuantos opositores, debido a la apabullante estrategia mediática del régimen, a la historia de derrotas recientes, a las condiciones desfavorables o a la razón que sea, nos convencemos de la inutilidad de participar en las próximas elecciones, seguramente no nos movilizaremos. El asunto es que, además, iremos contagiando nuestro pesimismo a otros, como agentes transmisores de la desmovilización. Si ese es el caso, ocurrirá que efectivamente la oposición sufrirá una nueva y significativa derrota. Ante esa eventualidad, muchos dirán que eso era predecible y que, efectivamente, no había nada que hacer. Estaríamos así ante un clásico ejemplo de la profecía autocumplida a la que nos referimos.
La verdad es, sin embargo, que hay razones para pensar que una victoria opositora es posible en las próximas elecciones del 14 de abril. No debemos olvidar que en las elecciones del 7 de octubre pasado los opositores sumamos más de 6 millones y medio de personas y que a pesar del enorme y grotesco abuso de poder, Chávez pudo superar a Capriles en sólo unos 10 puntos porcentuales. ¿Por qué es impensable que los opositores logremos nuevamente aquella cifra? ¿Por qué no tomarla como nuestro “piso” en cuanto a caudal electoral? ¿No podría ocurrir, por otra parte, que un porcentaje de los chavistas no radicales se desmovilice? Maduro no es Chávez, insistimos.
Se trata, por supuesto, de suposiciones. Pero de suposiciones razonables. Y aunque no podamos sustentarlas en datos cuantitativos sí podemos asegurar que un shock de optimismo opositor es factible. El sombrío panorama que algunos perciben hoy podría mejorar radicalmente. Al fin y al cabo una profecía autocumplida también puede hacer realidad futuros deseables.
- Aunque el chavismo resultase victorioso, el modelo socialista podría haber entrado ya a su fase de decadencia.
El socialismo chavista se encuentra en un momento muy difícil. Puede hallarse, de hecho, al comienzo de su declive. Han coincidido la desaparición de su líder fundamental y la aparición de algunos de sus límites.
Durante varios años el régimen ha intentado dar forma a una sociedad socialista mediante la promoción del conflicto clasista, la creación progresiva de un Estado comunal, la unificación de poderes y su centralización, el control económico y las expropiaciones, la hegemonía comunicacional, la persecución política, la militarización del Estado y la sociedad, la manipulación de la memoria histórica, el culto a la personalidad. Ello ha hecho del modelo chavista algo muy similar a las experiencias comunistas del siglo XX, algunas de las cuales aún persisten.
Por otra parte, sin embargo, una abundante renta petrolera y el uso irrestricto de la deuda pública, le han permitido al régimen sostener un enorme gasto público y un inmenso volumen de importaciones. Lo que se ha creado ha sido entonces una extraña mezcla de comunismo y clientelismo, un modelo con dos caras que confunde a quienes intentan comprenderlo. Si a tal caracterización se le agrega el surgimiento de auténticas mafias, civiles y militares, dentro y alrededor del Estado, el asunto resulta más complejo aún.
Pero todo tiene límites. Ya los ingresos fiscales son insuficientes para seguir financiando el desatinado experimento. Escasez, inflación, desempleo, inseguridad, entre otros graves problemas, aparecen ya como rasgos inseparables del socialismo del siglo XXI. La reciente devaluación es apenas, desgraciadamente, el primer aldabonazo de lo que podría venir. El futuro alcanzó pues al modelo chavista.
De ganar en las próximas elecciones presidenciales, es muy probable que la manera en que el régimen pueda, durante algún tiempo, continuar tercamente imponiendo ese modelo sea mediante dosis crecientes de conflicto clasista, represión política, control económico. Eso, lejos de solucionar los problemas, los agravaría. No es descartable, desde luego, que ante tales tendencias el régimen intente, como lo ha hecho siempre, responsabilizar a otros de las dificultades. Pero la realidad sería finalmente inocultable y sólo un sector fanatizado podría creer indefinidamente en la verdad oficial.
El régimen se halla, en síntesis, en una situación trágica. Si desistiese en la implantación de su modelo, perdería aliados radicales que le resultan imprescindibles. Si persistiese en impulsarlo, se haría crecientemente ilegítimo nacional e internacionalmente. Es difícil imaginar a Maduro al frente de un proceso tan complejo, proceso que el propio Chávez no debió enfrentar.
No es exagerado afirmar que Maduro no sólo ha sido el enterrador de Chávez. De ganar las elecciones, sería también el enterrador de su modelo. La culpa no habrá sido suya, sin embargo, sino de un modelo que, simplemente, no era viable y que, tarde o temprano, habría de frustrar al pueblo. Algo que quizás Chávez íntimamente comprendió.
- Una estrategia de desarrollo basada en el emprendimiento y la inclusión social podría generar un “milagro” venezolano.
En el escenario de una victoria de los sectores democráticos, Venezuela podría vivir, durante los próximos años, un “milagro” económico y social. No es una exageración. Tampoco es una predicción. Se trata tan sólo de una posibilidad basada en ciertas oportunidades cuyo inteligente aprovechamiento depende únicamente de nosotros.
De actuar con el tino necesario, nuestro país podría enrumbarse hacia un destino de prosperidad y justicia. Nada de lo que hemos vivido hasta el presente tendría comparación con lo que podríamos lograr, un verdadero salto cualitativo y cuantitativo en nuestro desarrollo. En cierta forma, los venezolanos podríamos darnos una segunda oportunidad y, esta vez sí, hacer bien las cosas.
Podríamos desatar potenciales creativos, hoy inhibidos y reprimidos, mediante una estrategia de desarrollo que asuma el emprendimiento como la fuente de la riqueza. Entendiendo que el emprendimiento sólo puede florecer en una economía libre y competitiva, con un Estado centrado en la garantía de los derechos ciudadanos y en la provisión de bienes públicos. En dicha estrategia jugaría un papel esencial, desde luego, la expansión acelerada de nuestra producción energética. Pero en un contexto de estabilidad y orden, muchas otras áreas de nuestra economía podrían recibir también importantes inversiones con su consecuente creación de empleos productivos y bien remunerados. En ese proceso participarían, sin duda, muchos naciones “amigas” del actual régimen.
Si ello se articula con una eficaz estrategia de inclusión social, lograríamos que el mayor crecimiento económico se tradujese en mayor bienestar para la mayoría. Al respecto, los años de revolución bolivariana nos dejan dos lecciones. La primera es el grave error moral y práctico que significó, para la democracia tradicional, no ocuparse de manera efectiva del problema de la pobreza. La segunda es el riesgo de que el apoyo a los sectores pobres conduzca a prácticas clientelares que subordinen a muchos de ellos, como nuevos súbditos, a la élite que ejerza el poder del Estado.
La superación de la pobreza pasa, en realidad, por promover el desarrollo de capacidades de las personas y la creación de oportunidades para que las ejerciten libremente. Los pobres no son pobres porque estén explotados sino porque están excluidos. Así pues, emprendimiento e inclusión sería la clave para avanzar hacia la prosperidad y la justicia. Todo ello dependería, sin embargo, de forma crítica, de la estabilidad política que lográsemos alcanzar.
- La gobernabilidad en nuestro país sólo es posible si se reconstruimos nuestra comunidad política.
Cuando Bolívar, al final de sus días, pedía la unidad no se refería a la unidad de unos venezolanos para enfrentar a otros venezolanos. Aludía, por el contrario, al cese del espíritu partidista. Cosa que para una época en la cual no existían las organizaciones partidistas, significaba espíritu de facción. Es sorprendente entonces que el régimen chavista haya podido apropiarse discursivamente de esa consigna bolivariana cuando él representa exactamente lo opuesto a lo que el Libertador solicitaba a sus compatriotas.
De cualquier modo, un reto fundamental que los venezolanos tenemos por delante es la reconstrucción de nuestra comunidad política. No es posible que una sociedad prospere, en paz y con justicia, si no existe esa comunidad entre connacionales. Ella es incompatible con el radicalismo de cualquier signo. Y también con el militarismo, desde luego. Por ello, el modelo chavista, en la medida en que, hasta ahora, ha descalificado a sus adversarios, concibiéndolos como enemigos de clase y apátridas que deben ser derrotados y echados para siempre del poder, es incompatible con una democracia genuina.
¿Hasta qué punto ese discurso disolvente de la convivencia ha penetrado el imaginario social? Es difícil saberlo. Pero, ciertamente, la identidad colectiva que el régimen chavista ha promovido entre una parte de los sectores populares es hoy una realidad y podría constituirse, de no ser debidamente considerada en el proceso político, en una amenaza a la integración social.
¿Qué plantea todo esto para nuestra sociedad? Al menos, dos cosas. Primero, que la tensión entre sectores sociales debe ser procesada, si se quiere evitar una indeseable escalada de violencia, por todos quienes ejerzan funciones de liderazgo político, social y económico. Segundo, que la reconstrucción de la comunidad política, independientemente de quién resulte próximamente electo, pasa por el surgimiento de una corriente moderada dentro del chavismo; una corriente que, manteniendo sus ideales, reconozca como interlocutores a los sectores opositores.
Nos atrevemos a afirmar, en tal sentido, que el futuro de la gobernabilidad democrática se definirá, en buena parte, al interior del chavismo. El problema es que los incentivos para que esa corriente moderada emerja son hoy débiles. El miedo a ser tildados de traidores y de convertirse en víctimas de una persecución política implacable, resultan poderosos factores disuasivos para que grupos chavistas se acerquen a grupos opositores.
A pesar de ello, no es descartable que ante el previsible agravamiento de la situación económica y social, las cosas cambien. Nos corresponde entonces a los opositores, en nuestra incansable lucha por nuestros ideales, no perder de vista la tarea de reconstrucción de la comunidad política. Para ello debemos convocar, una y otra vez, al diálogo y al entendimiento. En cualquier espacio a nuestro alcance. Tal vez, en algún momento, ocurra lo que tanto requerimos y algún sector chavista se muestre receptivo. En ese momento, estoy seguro, nuestra democracia comenzará su renacimiento.
Roberto Casanova, @roca023