Estoy mal. A nivel de escuchar a Maduro por la radio y, de inmediato, imaginármelo con sotana. Una sotana anchi-larga y tricolor. A su lado, imagino también a Arreaza, siempre apurando el paso y tratando de sonreír, con esa carita de monaguillo que se enreda al tocar la campana. Ando mal, muy mal. Cuando me encuentro con un militar por la calle, siento unas ganas indetenibles de acercarme a él y confesarme. No sé qué pecado he cometido pero, igual, me siento culpable. Soy la versión metafísica del experimento de Pavlov. Veo un uniforme verde oliva y quiero pedir perdón. Estoy requetemal. Suenan los primeros acordes del Himno Nacional, anunciando una cadena y, sin pensarlo, de una vez me persigno. Por si acaso. Cada vez somos menos país y más iglesia.
La experiencia de ciudadanía está cada vez más arrinconada. Al Estado eclesial no le interesa el discernimiento cívico sino la devoción. Tanto que cualquier mínima duda sobre la divinidad de Chávez es ahora considerada, de manera instantánea, una ofensa, un sacrilegio. No se lo ocurra a usted sacar a pasear una inquietud. No se arriesgue. No pregunte. El Gobierno, desde muy temprano, ha impuesto sobre la muerte del presidente una condición de obligatoriedad religiosa. En el fondo, más que un duelo, estamos en la construcción de una idolatría. La nueva misión del PSUV es perseguir herejes.
Se trata de una diferencia importante. Una cosa es el respeto ante la muerte, ante el dolor, ante la figura del presidente, y otra cosa muy distinta es creer, aceptar y promover a Hugo Chávez, con su difícil enfermedad y su fallecimiento, como un sacramento celestial, como una nueva deidad a la que todos los venezolanos tenemos el deber de venerar ciegamente. El oficialismo está empeñado en mezclar estos dos ámbitos. El Gobierno confunde respeto con sometimiento. Pretende que la popularidad de Chávez se convierta en un instrumento de control, incluso de censura. Si no lo aceptas como redentor, nos ofendes y te conviertes en un miserable apóstata.
Esta semana, Nicolás Maduro dijo que Hugo Chávez, desde el cielo, de seguro influyó en la elección de un cardenal argentino como nuevo papa. A mí, ese planteamiento me parece ridículo. Pienso que en el Vaticano pesan más los intereses y los juegos del poder que las voces del más allá. Creo que el mercado fundamental del catolicismo está en América Latina y que, frente a la crisis que vive esa institución, la lógica de la supervivencia impuso una autoridad de nuestro continente. Pensar así no ofende a Chávez ni a ninguno de sus seguidores. Pensar de otra manera no es una falta de respeto.
Lo mismo podría decirse con respecto a las reiteradas denuncias sobre el supuesto asesinato del presidente. Hace pocos días, el ministro Rafael Ramírez se sumó a quienes han señalado la posibilidad de que a Chávez le hayan “inoculado el cáncer”. Más allá del debate médico, de lo inviable que –clínicamente– puede ser una conspiración de este tipo, resulta demasiado extraño que, tras dos años de enfermedad y diversos tratamientos, sea justo ahora que, de pronto, aparezca esta teoría. Pero eso es lo de menos. Lo de más, lo verdaderamente importante, es la criminalización de la duda. La pretensión oficial de hacernos sentir que todo aquel que se atreve a sospechar del poder es inmoral. El manejo gubernamental de la muerte del presidente propone un cambio en la configuración del autoritarismo: ahora la suspicacia puede ser un delito.
En la homilía que se lanzó Nicolás Maduro, el día que inscribió su candidatura ante el CNE, habló por primera vez del problema de la inseguridad. Basta de violencia, gritó. Basta de crimen, gritó. Como si no llevaran 14 años gobernando este país. Ni siquiera fue capaz de hacerse responsable por lo no hecho durante todo este tiempo. Ni siquiera habló de las víctimas, de las estadísticas terribles que llenan de sangre el país. Para mí, esas palabras, esos gritos destemplados, fueron una profunda falta de respeto a los más de 16.000 venezolanos asesinados el año pasado. Una falta de respeto a ellos, a su memoria, a sus familias. Cierto: es sucio jugar demagógicamente con el dolor de los demás.
El Hugo Chávez más real, el que quizás sólo conocieron sus hijas, sus afectos más cercanos, probablemente fue muy distinto de este personaje multiplicado por el mercado religioso del PSUV. Necesitan desesperadamente sacralizarlo. A toda ahora y desde todos los espacios. Día tras día. Porque si no existe un dios, tampoco existe una iglesia. Y las iglesias sin dios siempre fracasan. Y los sacerdotes sin dios no tienen éxito. No tienen fieles. No ganan elecciones.