La muerte de Hugo Chávez y sus espectaculares funerales han dado pie a un torrente de cretinismo político —y, por tanto, de desinformación— sin parangón en los últimos tiempos. No me voy a detener —pues es de sobra conocida— en la figura de este “amigo de los pueblos libres” cuyos mejores aliados eran un puñado de dictadores con las manos manchadas de sangre: Ahmadineyad, Bachar el Asad, Fidel Castro, Gadafi…
No me voy a detener —pues también es del dominio público— en este híbrido entre Léon Blum y De Gaulle cuyo antisemitismo enfermizo obligó a huir, en 14 años, a dos tercios de la comunidad judía venezolana. ¿Acaso no le sorprendía, a este adepto a las tesis negacionistas de Thierry Meyssan, a este discípulo del revisionista argentino Norberto Ceresole, que los israelíes “criticasen tanto a Hitler” cuando ellos “habían hecho lo mismo, e incluso más”? ¿Cómo podía reaccionar un judío de Caracas cuando veía a su presidente estigmatizar a esa “minoría”, a los “descendientes de los que crucificaron a Jesucristo”, que, según él, “se habían adueñado de la riqueza mundial”?
Lo que no es tan sabido y, dado lo omnipresente y lo tóxico que se está volviendo este culto póstumo, uno no puede dejar pasar la ocasión de recordar, es que este “socialista del siglo XXI”, este “grandísimo defensor de los derechos humanos”, gobernó amordazando a los medios de comunicación, cerrando las televisiones que le eran hostiles y desterrando a la oposición de las grandes cadenas públicas.
Lo que no es tan sabido, o es deliberadamente silenciado por aquellos que quieren convertirlo en una fuente de inspiración (sic) para una izquierda con el agua al cuello, es que este maravilloso líder, tan preocupado por los trabajadores y sus derechos, solo toleraba los sindicatos oficiales, las huelgas controladas por el régimen —por no decir “orquestadas”— y, hasta el último minuto, persiguió, criminalizó y encarceló a los sindicalistas independientes que, como Rubén González, representante de los mineros de la Ferrominera, se negaron a esperar a ver realizado el bolivarismo para exigir unas condiciones de trabajo decentes, menos accidentes en el fondo de la mina y salarios correctos.
Lo que no se ha mencionado en la mayoría de los retratos difundidos a lo largo de estas jornadas de luto planetario y, sin embargo, hay que recordar si no queremos que el poschavismo se convierta en una pesadilla aún más terrible, es la represión, en nombre de la necesaria “normalización cultural”, de los indios yukpa de la Sierra de Perija; es el asesinato selectivo, amparado por el régimen, de aquellos de sus jefes que, como Sabino Romero en 2009, se negaron a doblar la cerviz. Como tampoco se ha mencionado, en general, la desactivación de los movimientos democráticos y populares que no tenían la suerte de estar en la línea adecuada. ¿Quién sabe, por ejemplo, que los derechos de las mujeres retrocedieron dramáticamente bajo el Gobierno del comandante? ¿Acaso es ofender a un gran muerto señalar que dos disposiciones del Código de la familia (una que protegía a las mujeres víctimas de la violencia conyugal y la otra, a las divorciadas) fueron abolidas por su régimen por ser consideradas pequeñoburguesas desde los cánones del machismo reinante?
Y, finalmente, respecto a las mentes biempensantes que recuerdan que este nacional-populismo “al menos” ha tenido el mérito de dar de comer a los hambrientos, de curar a los más desfavorecidos y de reducir la pobreza, omiten precisar que tales reformas solo fueron posibles a costa de una huida hacia adelante presupuestaria —a su vez, financiada por una renta petrolífera colosal y colosalmente incrementada por el alza del precio del crudo— cuyo resultado fue que la economía real del país, la modernización de sus infraestructuras y equipamientos, la creación de empresas productoras de riqueza duradera, fueron sacrificadas alegremente en aras de un cesarismo que prefirió comprar la paz social antes que construir la Venezuela de mañana.
Chávez trajo a decenas de miles de médicos mercenarios cubanos pagados a precio de oro, pero dejó morir a sus hospitales.
En vez de molestarse en producirlo, compró en el extranjero el 70% del pan que distribuía entre el pueblo, pero nunca se preguntó lo que pasaría el día en que el barril de crudo (hoy a 110 dólares) volviera a bajar al precio (un poco más de 20 dólares) al que estaba el año de su llegada al poder: hablando en plata, esto se llama política del avestruz, o de la cigarra, o, simplemente, hipotecar el futuro.
Y aunque, en efecto, el régimen ha dado trabajo a muchas personas que no lo tenían, tropezó con esa ley despiadada que, en economía, penaliza los sistemas basados en la renta, la corrupción generalizada, el clientelismo a gran escala y, last but not least, la creación artificial de riqueza: el aumento del salario mínimo (hoy 250 dólares) ha sido, considerando esos 14 años, inferior al de la inflación; la mitad de la población activa sigue viviendo de chapuzas y de pequeños empleos al margen de la economía oficial; de forma que no se puede descartar que esta larga década de socialismo petrolero no se salde con la pauperización neta de esos famosos estratos populares que, a cambio de la renuncia a unas libertades convertidas, como el cáncer, en productos de exportación del imperialismo, se suponía que se beneficiaban de las dádivas del dictador pródigo.
Que en paz descanse, por supuesto.
Pero hablar de un balance globalmente positivo del chavismo es un insulto al pueblo venezolano.
Presentarlo como una alternativa para los pueblos de la región sería una de esas irresponsabilidades en las que cabe esperar que la izquierda europea no vuelva a incurrir.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva.