‘Comandante’ es una buena fotografía del chavismo, de su fundador y de su régimen. Retrata bien la sintonía que Chávez tuvo con las clases populares y la adicción que su constante presencia en la vida pública –su perpetua aparición en televisión– generó en ellas. Al mismo tiempo presenta al Chávez abusivo en el uso del poder; al dilapidador de fondos públicos –singularmente la petrolera PDVSA– para asegurarse voluntades y votos; al aniquilador de cualquier posible eficacia gubernamental por haber cercenado todo espíritu de iniciativa de sus ministros; al amparador de corrupción y tráfico de drogas…
En estilo de reportaje, Carroll cuenta historias una detrás de otra, hace desfilar los hechos, muchos referidos de primera mano, como es el caso del control que pasaron a tener los cubanos de la ‘sala situacional’ del sótano del Palacio de Miraflores, o el enfado sindical en el principal consorcio industrial del país (Corporación Venezolana de Guayana) porque Chávez prefería que los cortes eléctricos ocasionados por su desgobierno no afectaran a las masas de votantes de los barrios de Caracas, sino a esa industria en zona menos poblada, a pesar de que eso dañaba la producción, perjudicando a los propios trabajadores y haciendo que la mala economía se volviera contra las mismas clases populares.
Al muy recomendable libro de Carroll, no obstante, le falta alguna frase que endurezca, no los hechos transcritos, sino el juicio que extrae de ellos. Chávez, dice el autor, “presidió una democracia autoritaria, un sistema híbrido de culto a la personalidad y mando de una persona que permitió partidos de oposición, libertad de expresión y elecciones libres, aunque no completamente justas”. Esta última sentencia sobre falta de limpieza democrática merecía ser más larga, o incluso aparecer en primer lugar, en mayúsculas. Si bien Carroll rodea varias veces la palabra ‘déspota’, profetizada por García Márquez, no llega a aplicarla decididamente. Lo explica por el hecho de que no hubo ‘crueldad despótica’, pues Chávez no fue alguien sanguinario ni basó su autoridad en la tortura.
Pero ¿acaso no es un tirano alguien cuya estrategia está destinada a cegar la fuente democrática para impedir ser arrojado del poder? Desde obligar a todas las televisiones a emitir en directo sus intervenciones (en 2010 había sumado ya 1.300 horas, como cuenta Carroll), a eliminar televisiones opositoras, utilizar fondos e infraestructuras del Estado para pagar y desarrollar las propias campañas electorales (el uso de los fondos e infraestructura de PDVSA), acudir a la reelección mintiendo al pueblo sobre su cáncer terminal o controlar todo el proceso de votaciones a través de un Consejo Nacional Electoral chavista.
‘Comandante. Hugo Chavez’s Venezuela’ no se ocupa de la oposición. El título ciertamente permite centrarse en el chavismo, objetivo del libro. Pero cuando el relato presenta sinceros chavistas –gente honesta que creyó en la revolución bolivariana–, y no humaniza también a sinceros opositores, lo único que al lector le queda del otro bando es la afirmación de que durante mucho tiempo fue un sector ‘desacreditado, histérico”. Al no haber hecho expresamente una categoría del carácter fundamentalmente antidemocrático de Chávez, el libro tampoco permite entender la actitud estridente que tuvo la oposición, desquiciada por la agresión contra los instrumentos democráticos.
[‘Comandante. Hugo Chávez’s Venezuela’, Rory Carroll. The Penguin Press, New York City, 2013. 302 págs]