La historia de Jesús está sujeta a interpretaciones y es lógico que así sea ya que cuando se trata de hechos y obras de personas notables la así llamada objetividad histórica nunca estará libre de la subjetividad. La supuesta objetividad no se encuentra más allá de la historiografía. En ese sentido cabría distinguir entre interpretaciones que se ajustan a los hechos y las que simplemente los pasan por alto.
Hay efectivamente interpretaciones de hechos e interpretaciones sin hechos. De este último tipo son las que han llegado a primar en el periodo de la modernidad, el que según no pocos autores ya está llegando a su fin.
La historiografía moderna, de acuerdo a ese proyecto cientista cuya impronta ha marcado casi todo su curso, ha intentado demostrar, ya sea en su versiones positivistas, liberales o marxistas, que la historia ocurre de acuerdo a procesos “objetivos”. La historiografía moderna ha llegado así a ser una historiografía sin seres humanos y, por lo mismo, deshumanizada e incluso inhumana.
¿Qué importancia tiene la vida de las personas si la historia avanza hacia el cumplimiento de fines predeterminados por un curso progresivo? Ni siquiera la historia sagrada -y para los cristianos la más sagrada de todas es la de Jesús- ha quedado libre de la determinación de esa historiografía supuestamente científica.
Si uno analiza por ejemplo las interpretaciones “progresistas” de la vida de Jesús, sobre todo las de la segunda mitad del siglo XX, Jesús no habría sido más que un reformador social; incluso un revolucionario. Su origen humilde, su preocupación por los desvalidos y enfermos, sus contactos con los zelotas, sus alusiones a camellos, ojos de aguja y ricos, y sobre todo, su actitud frente a los mercaderes del templo, son capítulos que han servido para que más de algún pobre de espíritu haya osado decir que Jesús era “socialista”.
Jesús, desposeído de toda divinidad ha pasado a ser un Espartaco judío en contra del Imperio: una versión antigua -es decir, desmejorada- del Che Guevara. Tuvo que surgir la voz valiente de Joseph Ratzinger para dejar estipulado que Jesús no era Barrabás. Si Jesús hubiera querido ser Barrabás, lo habría sido, agregó quien sería después Benedicto XVl.
Pero Jesús es, o debe ser para los cristianos, Dios: el Dios sobre nosotros para ser Dios entre nosotros y, después de su muerte, en nosotros: El Dios trinitario: El Camino, La Luz y la Vida.
Ahora bien, uno de los episodios preferidos por los exegetas del progresismo de Jesús ha sido el de la expulsión de los mercaderes del templo, hecho que aparece en el Evangelio de Juan al comienzo de su peregrinaje y para los sinópticos en los días en que tuvo lugar su entrada a Jerusalén. La discordancia no es casual. Juan era más teólogo que cronista. Eso significa que la secuencia en Juan no era cronológica sino teológica. Luego, la expulsión de los mercaderes marca en la visión de Juan un punto de ruptura decisivo con la ritualidad judía del tiempo de Jesús.
Lo interesante es que ese punto de ruptura no ocurre en nombre de la innovación sino en defensa de las más antiguas tradiciones del pueblo judío. Fue esa la razón por la cual Juan resaltó en su narración el hilo de continuidad con la Biblia de Israel al introducir en su texto las palabras del Salmo 69 referente al celo (cuidado) por la casa de Dios.
La casa de Dios debe ser mantenida limpia. Por eso Jesús expulsó del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, así como a los prestamistas. Eso es lo que se entiende a partir de una primera lectura de los textos. Pero si leemos con atención no costará advertir que Jesús no los expulsó porque practicaban el comercio sino sólo porque lo hacían en el templo. Nunca Jesús enfrentó a los mercaderes de plazas o mercados. Recordemos, además, que José, el padre de Jesús, al ser carpintero, también era comerciante.
Jesús expulsó del templo a los comerciantes por la sencilla razón de que el comercio no pertenece al templo. El templo es el lugar en donde el ser busca su comunicación con un más allá, y el comercio, por su propia naturaleza, solo puede ser del más acá. Lo que es del mundo es del mundo (in-mundo). Lo que es de Dios es de Dios. En ese sentido Jesús actuaba de acuerdo a la más estricta tradición judía.
¿Era Jesús entonces un tradicionalista? En ningún caso. Recordemos que Jesús pasaba por alto las tradiciones cuando su fe lo decidía (predicar durante el Sábado por ejemplo) Lo que interesaba a Jesús no era la materia del templo, sino la representación de la casa del espíritu. Luego, el templo no era para él la piedra del templo como seguramente lo era para los sacerdotes rigoristas.
Más claro no pudo haber sido Jesús cuando explicó: “Si yo destruyo el templo, lo puedo reconstruir en tres días”. Se refería a su agonía, muerte y resurrección, es decir, al templo de su propio cuerpo. Con ello estaba diciendo que hay dos templos. El templo exterior y el templo interior. El primero no es más que la representación material del primero. El templo interior, el del espíritu, habita en mi cuerpo, es decir, en mi ser, y es de Dios. Pero para mantener limpio el templo interno necesitamos de la limpieza del externo. O dicho así: mercaderes, a tus mercados; militares a tus cuarteles. Y también: políticos a tu política.
Dios en su templo no debe ser interferido. Tampoco a la inversa: Dios no debe ser llevado a los mercados. El templo nos recuerda que nuestro templo es también el lugar del tiempo de Dios. O, hablando con Pablo: “El templo de Dios habita en ustedes. Quien destruye el templo de Dios será destruido por Dios, porque el templo de Dios es santo y ustedes son ese templo” (1 Corintios 3,16)
De modo más erótico -mujer al fin- pero en el mismo sentido paulino, lo entendió Santa Teresa de Ávila cuando escribió acerca de ese “castillo interior” que todos tenemos y en cuyas “moradas” concertamos citas ocultas con Dios. Esas son, según Teresa, las moradas del ser. Son también, por eso mismo, las del pensamiento