Lapatilla
El muro de Berlín, representación simbólica del socialismo post-estalinista del siglo XX, fue derribado en 1989.
El muro simbólico del por algunos desdichados ideólogos llamado “socialismo del siglo XXl”, mala copia de el del XX, también está comenzando a ser derribado en Venezuela. Derribado gracias a la altísima votación obtenida el 14. 04.2013 por la alternativa democrática representada en Henrique Capriles, nuevo líder de la nación.
Igual que en la Alemania comunista, la oligarquía estatal venezolana -versión boliburguesa de las “nomenklaturas” de Europa del Este- busca subterfugios para conservar por lo menos parte de ese poder que ya comienza a caer en pedazos sobre sus cabezas.
Tanto en la Alemania no democrática de ayer como en la Venezuela autocrática de hoy, el derrumbe del muro fue el resultado de números electorales escamoteados al pueblo ciudadano. De la misma manera, la caída de ambos muros antecede al fin de un sistema geopolítico internacional. En el caso venezolano pondrá término a ese micro-sistema que gira en torno al eje La Habana-Caracas del cual solo subsistirán algunos meteoritos de escasa significación política regional.
El muro alemán fue símbolo de la división de una nación partida en dos, al igual que Venezuela. Porque mientras Alemania estaba dividida geográficamente en dos, Venezuela está dividida, no geográfica pero sí ideológicamente, también en dos. Por esa razón el muro venezolano, construido durante el periodo del presidente muerto, si bien no era de cemento, no por eso dejaba de ser un muro.
No a través de las clases sociales, como nos quieren hacer creer los pregoneros del neo-stalinismo, sino entre los vecinos, en los barrios, en el trabajo, entre quienes fueron alguna vez amigos, incluso entre padres e hijos, estaba construido el muro venezolano. Un muro destinado a dar origen a una “sociedad perfecta” en la cual, como tan bien muestra “Bárbara”, el excelente filme de Christian Petzold, nadie confía nada en nadie.
Al igual que el alemán, el muro venezolano tampoco comienza a ser derribado de un día a otro. Para ser exactos, el muro alemán fue primero traspasado y después derribado. El día 14. 04. 2013, día en que se celebraron elecciones cuyos más que dudosos resultados dan una minoría microscópica a Maduro, la multitud, antes de echar abajo el muro ideológico, ha comenzado también a traspasarlo. No pocos votos obtenidos por Capriles -dato importante- provienen del propio chavismo del mismo modo como en la ex RDA muchos honestos comunistas fueron a engrosar las filas disidentes, poco antes de la caída del muro.
Maduro hoy, como Honecker ayer, intenta afincarse en una legalidad construida a la medida del régimen. Ambos confunden, por lo mismo, legalidad con legitimidad. Pero hay una diferencia. Mientras Honecker actuaba de acuerdo a la legalidad comunista y por lo mismo su cargo era legal aunque ilegítimo, Maduro antes de ser derrotado en las elecciones (derrotado políticamente) era ya, de acuerdo a la propia constitución de su país, un gobernante ilegal. Usurpador, le dicen en Venezuela. Ahora, si se hiciera elegir por resultados electorales tan inciertos como los que dio el CNE, será ilegal e ilegítimo a la vez.
“Mientras tanto”, como dice Capriles, Maduro arrastra consigo el peso de esa doble ilegitimidad, la de origen, y la adquirida a través del CNE. Más todavía: aunque si los números que dio el CNE fuesen ciertos –algo que nadie cree, quizás Maduro tampoco- haber reducido en diez puntos porcentuales el 14-A la votación obtenida por el difunto el 7-0, no sólo no es una hazaña, ni siquiera es una derrota; es –y eso cualquier chavista lo sabe – una catástrofe.
Maduro tiene, sin embargo, una gran oportunidad política, y la historia se la está ofreciendo. La de conducir un muy riguroso y transparente proceso de revisión electoral y aceptar con dignidad el resultado final (favorable o no). La otra posibilidad es la de convertirse en la sombra de sí mismo, atrincherado junto a un grupo de cada vez menos adictos y, lo que sería una fatalidad, detrás de bayonetas sobre las cuales, como bien decía Tayllerand, “nadie puede sentarse”.
Maduro, como Honecker ayer, es un personaje trágico. Ambos fueron designados y no elegidos; ambos poseían una formación estrictamente burocrática; ambos crecieron ideológicamente detrás de un muro y, quizás por esa misma razón, ambos han sido sobrepasados por la historia.
Pero Maduro puede elegir; todavía es tiempo. O se convierte en un presidente ilegítimo, cada vez más repudiado, o en un líder de un fuerte partido chavista de oposición, asegurando así su legítima presencia en el curso de la historia venezolana. Esa oportunidad no la tuvo Honecker. Maduro la tiene entre sus manos.
En cualquier caso, pase lo que pase, ya hay algo claro: el chavismo no vino para quedarse.