Qué difícil es escribir desde el miedo, sopesando cada palabra para prevenir cualquier reinterpretación contraria al espíritu, propósito y razón de lo que escribes. Hay que pensar y repensar, medir cada frase y sus eventuales consecuencias, como si en cada palabra que sale de tu pluma se estuviese jugando tu destino. Si alguien con suficiente poder decide que tú no dijiste lo que dices que quieres decir, sino lo que él dice que dijiste, se te tuerce la vida. Si cada vez que se acerca la fecha de la publicación de un escrito en el periódico uno tiene que pasarse horas pensando en cómo expresar lo que se piensa, rehuir temas que podrían ser especialmente sensibles al poder, no cabe duda de que algo anda mal. La sobre-interpretación de todo lo que se dice o escribe se parece a aquel cuento del tipo que llamaban “cacho `e vaca” y el hombre se enfurecía al punto de tornarse violento con el que lo llamara por el sobrenombre. Un día alguien se le acerco y le dijo: “¿Cómo está, amigo?”. Él meditó por unos instantes y le respondió: “¿amigo?…
Amigo es el ratón del queso… el queso viene de la leche, la leche sale de la vaca…
Entonces, ¡usted me está llamando `cacho `e vaca’ “.
Es que es hasta difícil escribir sobre el temor a escribir. Cuando quien suscribe tuvo que ir a juicio por un artículo publicado en este mismo diario, una de las tareas que los semiólogos realizaban es tomar el escrito no como unidad de significación, sino como si solo fuera un conjunto de palabras sueltas puestas al azar para valorar el sentido positivo, negativo o neutro de cada una de ellas. Por ejemplo, en párrafo anterior dije “vaca”. Alguien podría argumentar que es un insulto en contra de una dama, un vegetariano dirá que es una palabra negativa y al carnicero que vive de ella, seguro le evoca algo positivo.
Por esta vía se pueden armar infinitas interpretaciones de cualquier cosa escrita. Un país también puede ser, si se lo propone, una torre de Babel.
Es curioso, en el mismo lugar en el que unos dicen que se vive la mayor libertad de expresión del mundo, otros la tenemos cada vez más difícil a la hora de escribir lo que pensamos. Es rara esa sensación de sentir que quien te condena por lo que has escrito no te ha leído, que lo que molesta es tu insistencia en pensar libremente cuando lo que se exige es disciplina y obediencia acrítica. Es duro convivir con amenazas vía mensaje de texto a tu teléfono en las que te dicen “sabemos dónde estás, fascista”. Mas si te estudiaste el tema en la universidad y te tocó exponer ese día y sabes lo que hay más allá de la etiqueta y sabes a qué se te parece.
Sin embargo, igual, ante la condena agresiva, me reviso, me repaso, me releo y trato de buscar cuál es el odio que he sembrado, rastreo mi intolerancia, mi ofensa.
Me cuestiono, me examino desde la mirada del otro, me pongo en su lugar, me acuso. Trato de ver en qué ofendí cuando hable del humor de un humorista venezolano muy famoso que no me atrevo a nombrar nuevamente por aquí.
Pienso también en el trabajador de PDVSA que seguramente hace bien su trabajo y al que botaron porque votó como le nació de su conciencia libre. También me pongo en su lugar y en el lugar del que lo bota, presa del miedo de tener tanto poder.
Me pongo en el lugar del que necesita su casa y también puedo entender que no entienda que una casa es su derecho y no una obligación de endosar la conciencia como le han hecho creer. Me duele el tiempo que nos toca vivir, me duele que los sueños de tanta gente buena que conocí se hayan transformado en esto.
Es gracioso, encuentro en internet “consejos para escribir sin miedo” y veo que se refiere no al miedo de ser hostigado por lo que escribes, sino al miedo del que escribe frente a la famosa página en blanco que atemoriza a la hora de articular lo que llevas en la cabeza. Yo sé lo que llevo en la cabeza, sé cómo escribirlo, mi miedo es otro: pienso todo lo que escribo, pero no escribo todo lo que pienso.