Lo último que entienden los socialismos es que la política se vive desde la economía. Dicho de otra forma, las promesas de bienestar, igualdad y felicidad que se gritan desde la esquina de la demagogia y los populismos, siempre terminan siendo ecos luctuosos en la cotidianidad de la gente. La inflación más alta de América Latina, y la más crónica; la escasez que se expande desde los rubros más demandados hasta los más exóticos; el desempleo que ya no logra encubrirse detrás de los ineficientes faldones de las misiones, grandes y pequeñas; y la ausencia de vigor inversionista, son una lista incompleta de lo que está sufriendo la gente y contradiciendo el discurso político que dibuja un país totalmente ajeno a lo que viven y sufren los venezolanos.
La calle está llena de evidencias contrarias a ese país feliz que se difunde desde el sistema de medios públicos: los salarios que mezclados con el creciente costo de la vida resultan ser siempre insuficientes; la depauperación del empleo, ahora atascado por la peor legislación laboral del mundo; la debacle de los servicios públicos, su mal servicio, su pésima administración, que hace que todos vivamos pendientes de la luz que se apaga, del agua que cuando viene está sucia, de las cloacas que se tapan, de los huecos de las calles, de los taludes que se derrumban, y de hospitales sin equipos y sin talento médico disponible. Todos sufrimos el derrumbe del sistema de empresas públicas, arruinadas, maltratadas, improductivas e incapaces de resolver problemas económicos de poco calado. Y la inseguridad, que no es otra cosa que falta de policías, de políticas públicas sensatas, de modelaje a favor de la honestidad y el cumplimiento de la ley. Las calles de todas nuestras ciudades están llenas de la vivencia masiva de esta lista de calamidades que pesa sobre los venezolanos y que tienen un culpable con el que no se puede transigir y negociar nada: el socialismo del siglo XXI.
Este socialismo es ideología, sus administradores y sus compromisos. Con este trío no puede haber ninguna negociación. La ideología hay que repudiarla por insensata y falaz. Los administradores de esta economía han arruinado el país y merecen un relevo inmediato. Y ese afán por favorecer primero a los de afuera, y después, si sobra, a los venezolanos, es un insulto a la soberanía, pero ahora, además es un crimen. Invocar la solidaridad de los pueblos y financiarla con las penurias de los venezolanos es repudiable e infamante.
Este modelo solo se puede conjugar con las largas colas, con la desazón de la conformidad y la nula explicación de por qué solo nosotros vivimos esta infeliz condición de estar racionados en nuestra vida, en nuestras opciones, en nuestra libertad. Este modelo está corrompido, no sirve, nunca sirvió ni para garantizar reservas internacionales apropiadas, pero tampoco para proveernos el abastecimiento del país, su soberanía alimentaria o el control de la inflación. El socialismo del siglo XXI es un fraude que decanta desde la política el colosal fiasco que vivimos todos en nuestra economía diaria, y que nos encadena a no poder decidir, sino a conformarnos con lo que hay, o intentar una búsqueda frenética de lo que escasea o simplemente ya no existe.
Esta economía es el resultado más conspicuo de la política que se ha envilecido hasta ser secreto, corrupción, represión y afrenta constante, como si todos debiéramos compartir esa gran locura que se niega a reconocer la realidad, y que nos amenaza con cualquier tipo de muerte si no damos por buena la exultante versión oficial, donde no pasa nada, donde todo es melcocha y felicidad.
El socialismo es siempre un déficit de capacidad de cálculo económico donde no es posible estimar costos, precios, salarios o productividad. No se resuelve con un mayor flujo de dólares alentando una marea de importaciones que extermina la producción nacional, asolada además por la falta de competencia. Su imposibilidad no tiene que ver con subastas o aflojamiento de los controles. Este modelo es radicalmente irresoluble y nunca obtendrá los resultados que anuncia. Es fatal que termine siendo lo que es: un inmenso caos donde no hay racionalidad alguna que permita hacerlo predecible, porque no hay burócrata, por más iluminado que sea, que pueda hacerlo mejor que la conjugación de los esfuerzos y el trabajo de una sociedad que viva libre, respete la ley y quiera ser el producto de su propio esfuerzo.
Viviremos en crisis hasta que le perdamos el miedo a la libertad.