Maduro no tiene otra opción que no sea la de poner los pies sobre la tierra y valorar las posibilidades reales de sostener un modelo cuyas agrietadas estructuras se están desplomando a ritmo acelerado. La descomposición ocurrida en apenas cuatro semanas es un exacto reflejo de la vertiginosidad del desmoronamiento. Una cosa es conservar la opción preferencial por los pobres -que ya nadie puede desconocer ni revertir- y otra muy distinta es insistir con obstinación en fórmulas que se han vuelto inviables e insostenibles. La preservación del legado de Chávez exige decisiones dramáticas en el campo de la economía, a la cual están atadas todas las percepciones negativas que hoy alteran la estabilidad del país. La actual no es una crisis cualquiera: en realidad, el país se enfrenta a la sumatoria de varias de ellas que, al converger en un mismo momento, amenazan con seguir afectando severamente, no sólo la gobernabilidad -que ya está resentida-, sino el futuro de quienes componen el establishment político bolivariano.
Las crisis de liderazgo, la política, la económica, la del modelo, la de la burocracia y la de la gestión, poseen una carga de pólvora casi insostenible, porque todas están coincidiendo con otras dos de las que puede saltar el chispazo letal: el pueblo que asoció al socialismo con la economía boyante que Chávez administró repartiendo dineros a su paso, hoy experimenta una crisis de expectativas y una crisis de identidad: lo que le vendieron no es lo que compraron. Los venezolanos nunca han querido que Venezuela se parezca a Cuba. Eso explica sus crecientes simpatías por el cambio.
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