Me afano en hallarla, pero me cuesta. Estas calles que transitamos todos los días cada vez son más inhóspitas, más ajenas. Las noticias que leemos, las frases que escuchamos al vuelo en esas conversaciones que llegan al azar a nuestros oídos, las miradas que nos dedicamos cuando nos cruzamos con otras personas o si en alguna de nuestras inclementes y cotidianas colas giramos la cabeza para confirmar que no estamos solos en esta absurda e inhumana debacle que padecemos, no son las del país en el que muchos de nosotros crecimos. Hasta la sonrisa que a veces vemos en boca de algún extraño más parece ahora una mueca, forzada y resignada, que una genuina expresión de gozo o de satisfacción. La desconfianza, el cansancio, la paranoia y el miedo son nuestras notas distintivas. También la violencia. Las llevamos al pecho como insignias de nuestra nueva e indeseada idiosincrasia. Ya no somos el “secreto mejor guardado del Caribe”. Acá ya no hay secretos: Todo se sabe, todo se ve, todo nos duele.
No todo tiempo pasado fue mejor, pero creo que ahora nuestra total enajenación ha alcanzado proporciones muy difíciles de manejar. Por “enajenación” entiendo, para hacer más claro mi planteamiento, la condición literal que da origen a la palabra: la de estar “en ajeno”, o lo que es lo mismo, la de ser, vivir y actuar como lo que no se es. No hay nada peor que esa falta de lealtad hacia nuestra propia esencia luchadora, que nos convierte en meros supervivientes y nos niega como artífices de nuestro destino. El poder mal manejado por ya casi tres lustros nos ha llevado a eso. El tiempo transcurre inexorable y a cada segundo que pasa ocurren cambios, tanto en nosotros como nuestras circunstancias, que a todos nos afectan, pero de allí a haber alcanzado este nivel de animadversión de los unos contra los otros, esta aparente condición de ciudadanos desvinculados, iracundos, impotentes y frustrados que viven en un país descompuesto y sin posibilidad de marcar la diferencia, hay un largo trecho.
Vivimos tiempos distorsionados que no terminamos de aceptar. No queremos ser parte de esto, nuestra rutina busca ansiosa anclajes firmes, seguridades y certezas que no aparecen y que cuando se ven, inmediatamente se desdibujan bajo el peso de alguna nueva y cruel realidad que nos toca afrontar. No hay día en el que un nuevo desatino del poder o alguna sorpresiva mala nueva no nos atenacen el alma. Como necesitamos defendernos del bombardeo surrealista y absurdo de iniquidades al que nuestra realidad existencial nos somete día a día, muchas veces huimos despavoridos de las tablas hacia las tribunas de los espectadores, para ver “desde afuera” lo que acontece en este escenario que llamamos, pretenciosos, “país”, sin darnos cuenta de que quienes fungen como creadores y actores principales en la burda comedia en la que nos hemos convertido, al final, somos nosotros mismos. Nos vestimos a veces de lo que no somos: de “público”, y pretendemos desde allí juzgar una obra en progreso de la que somos o deberíamos ser, aunque no nos guste, los protagonistas.
Decenas de muertes diarias a manos del hampa, niños que mueren con sus cuerpos destrozados por balas que les disparan criminales que luego quedan impunes; cárceles en las que centenas de reclusos mueren asesinados al año; escasez y los precios de todo por las nubes; una inflación incontrolable que el gobierno, perdido como está en los laberintos de su propia ilegitimidad y de sus luchas internas, no sabe ni quiere controlar. Confesiones graves de corrupción y de otros delitos mucho peores a cargo de importantes personajes del poder y palizas, torturas y cárcel para los que piensen distinto que quedan, a lo más, para material de hemeroteca o que sirven para llenar por unos pocos días el papel de los periódicos que luego usaremos como papel toilette porque éste, sencillamente, no se consigue; gente que muere en los hospitales todo porque algunos se han cogido (nos han “desangrado”, según dijo Mario Silva) las divisas que deberían haber sido invertidas medicinas y en salud, que no en beneficio de los boliburgueses o para mantener proyectos políticos hegemónicos que sólo interesan a quienes se lucran de ellos; peatones, conductores y motorizados que no entienden que respetar las leyes es, al final, lo mejor para todos y que además responden con ira, y a veces hasta con violencia, si se te ocurre llamar su atención sobre alguno de sus abusos. Fraudes, engaños, “vivezas bobas”, egoísmos, insultos y muecas que ocultan verdades y que le huyen a la realidad de que nuestro tiempo vital se agota mientras más que en vivir, nos afanamos en sobrevivir. Todo es parte de la misma anomia.
Quienes están en el poder juegan infames a negar su responsabilidad y a culpar sistemáticamente a los demás de sus absurdos, y eso permea hacia el colectivo. Han llegado al extremo de renegar del que fue su líder. Saturno no logró devorar a sus hijos, pero ellos sí hacen festín con sus despojos. No son pocas las veces, por ejemplo, en las que Maduro sin darse cuenta (o quizás plenamente al tanto de lo que hace) culpa a Chávez de todos los males que ahora él no sabe manejar. Es demasiado vieja, y está ya muy enquistada en él, la costumbre de culpar al pasado de lo que hoy sufrimos como para no caer en el descrédito del que ya se fue para tratar de excusar sus fallas. Chávez quedó para “comodín” utilitario, para rostro en estampita, para voz “en off”, pero no porque la oposición lo haya degradado a eso, sino por obra de sus propios seguidores. Y cuando no están en eso, poniendo sobre los hombros de los demás los pesos propios, andan lloriqueando porque los cacerolean, lo cual sería risible si no aparejara el riesgo de criminalizar injustamente a quien se expresa de esa ruidosa, pero pacífica, manera.
Se develan graves sucesos, dignos del repudio general y hasta de sanciones legales, pero nuestras instituciones, cuando están en ellos involucrados los poderosos (peor que en lo que mal llaman la “Cuarta República”) callan o montan un show que más huele a hueso que se lanza a los perros para distraerlos que a solución verdadera. Les mueve sólo el anhelo personal de unos pocos de mantener las bridas de este corcel enloquecido en que ellos mismos convirtieron a nuestro país.
Lo peor es que nos vamos acostumbrando. El “día a día” nos apabulla y la barbarie se ceba en eso ¿Y Venezuela? ¿Dónde está? Me refiero a la nación que por mucho menos de lo que hasta ahora hemos sufrido se arriesgaba sin miedo a darle un golpe de timón a su destino cuando así era indispensable, a la Venezuela resuelta y decente que quiere paz, felicidad y progreso. Sé que existe. Hay luces que se encienden aquí y allá, pero unas pocas golondrinas no hacen verano. Sólo tenemos que comprender que esta novela tiene aún muchos capítulos luminosos que debemos escribir nosotros mismos sin esperar, “desde afuera” y enajenados, que sean la providencia u otros los que tomen la pluma.
@HimiobSantome