Y, sin embargo, gracias a una colaboración bien estructurada entre instituciones de varios países logró seguírsele la pista y desenredar el sofisticado entramado que contenía el torrente de dinero con el que se robó a la ciudadanía guatemalteca y se enriqueció a relacionados de su mandatario.
Es que la banca internacional se ha hecho el propósito de no continuar siendo un reducto proclive al tránsito de dineros mal habidos. Uno tras otro los esquemas bancarios de los países europeos y de otros lugares han comenzado a colaborar activamente con el sistema de justicia norteamericano para detectar transacciones inadecuadas, contaminadas, ilegales o corruptas. Y, por otro lado, la justicia de países desarrollados cada vez afloja menos el hueso cuando es su propia red bancaria e informática la que se pretende contaminar con el juego criminal de los corruptos.
Es así como la solicitud de extradición estadounidense por lavado de fondos en contra de quien fue el presidente de los guatemaltecos entre 2000 y 2004 se presentó ante Tribunal del Distrito Sur de Nueva York siete años después de terminado el mandato de Portillo. Tres años más transcurrieron hasta que la semana pasada los huesos de quien mancilló su propio país fueron a dar a una fría prisión del estado de Nueva Jersey, donde no le espera un destino feliz.
No fue este, sin embargo, un acto unilateral de la prepotente nación americana ni de las que han hecho causa común para el combate de esta lacra. Es gracias a la actuación del propio ministerio público guatemalteco que se inició, varios años después del fin del mandato del corrupto, el proceso de acusación de peculado que hizo posible que la Corte de Constitucionalidad de ese país autorizara su extradición en 2011.
Así, pues, no hay nadie a salvo en este tercer milenio cuando de corrupción y cohecho, de enriquecimiento indebido y de peculado se trata. Actuar bajo la protección de instituciones contaminadas de ilegalidad y de inmoralidad puede ser que desvíe el curso de la justicia por un tiempo, pero no lo agota. Nada más elocuente que el caso de Alfonso Portillo. ¡Oído al tambor!