Menudo escándalo armó el presidente Maduro por la recepción privada que el Presidente de Colombia dispensó a su opositor en la campaña por la presidencia de esa nación, Henrique Capriles. El llamamiento al embajador en Colombia era una virtual amenaza a interrumpir las relaciones bilaterales, siguiendo el ejemplo de su mentor Chávez, a quien invoca constantemente como modelo y precursor de su gobierno. Esta alocada precipitud y la intensidad de la reacción lo llevaron hasta a poner en peligro la participación venezolana en el proceso de paz con las Farc.
La desmesurada reacción no tiene otro sentido que el mantener vivo el patrioterismo de sus incondicionales seguidores, cuyos aplausos cada vez que el histriónico mandatario eleva el tono de voz, lo hacen creer que la popularidad inicial de su advenimiento al poder sigue intacta. Así haya prescindido del diminuto pajarito que le indicaba la línea por seguir, como si fuera la presencia misma del endiosado mandatario hablando desde la eternidad.
La marcha atrás que dio Maduro al tercer día de su pataleta histriónica indica que lo actuado con desconocimiento de los procesos diplomáticos que el mundo occidental ha diseñado para las relaciones internacionales, las metáforas que él y el presidente del Congreso emplearon como “puñalada por la espalda” y la bomba fratricida traídas a cuento desbordan con potencia de tsunami japonés los diques de contención edificados a lo largo de los años por las naciones civilizadas, la función toda, tuvieron el sello de precipitud pasional que un estadista de verdad no puede permitirse.
Insiste el presidente Maduro en la manida versión de una supuesta compra hecha por sus enemigos internos, de unas decenas de aviones de guerra para desarrollar desde Colombia un ataque contra su gobierno y personalmente contra él. Esta nueva desmesura choca contra la realidad. ¿A qué potencia mundial recurrieron quienes hicieron la fabulosa adquisición de los aparatos y el armamento requeridos para una supuesta contrarrevolución chavista y su socialismo del siglo XXI? ¿Y el entrenamiento de personal para el manejo de lo uno y lo otro? Aunque en buena medida los gobiernos han entendido que las apasionadas declaraciones del régimen venezolano deben cogerse con pinzas, estas habrían suscitado un escándalo monumental, aparte de tres países que actúan como cajas de resonancia para sus mentores caraqueños, que de inmediato apuntan contra “el imperio”.
Esta última circunstancia nos lleva necesariamente a las conversaciones de La Habana, próximas a iniciar la segunda de las tres grandes fases contempladas en la agenda. Para fortuna de Maduro, el expresidente brasileño Lula da Silva acudió en su ayuda para sacarlo del enredo en que se había envuelto, lo que indica una reanudación del proceso de manera normal. Esta delicada fase es particularmente sensible, dado su sello político. Los personeros de las Farc aspiran a que se les conceda la participación en las justas electorales de marzo.
El punto de partida de las exigencias farianas es la convocatoria a una asamblea constituyente. El Gobierno rechazó de plano el ocuparse siquiera de un tema no contemplado en la agenda. A quienes aún sobre el papel se consideran guerrilleros ideológicos –que dejaron de serlo cuando establecieron la alianza con los narcotraficantes paramilitares– todavía no les llega el momento de hablar de una materia que exige, como mandato de la lógica política, la dejación de las armas. De todas maneras, debemos estar preparados para afrontar la reiteración de la exigencia, ante la cual no se puede ceder un ápice.
Ya pasaron los días opacos del Caguán, cuando cada exigencia llevaba aparejada la amenaza de levantarse de la mesa de negociación. La paz es hoy un imperativo nacional y mundial para Colombia.
Publicado en el diario El Tiempo (Bogotá)