Los últimos datos económicos, los grandes niveles de desabastecimiento y la crisis política desde las elecciones de abril llevan a Venezuela a eso que llaman los expertos como “Estados fallidos”. Fallidos, no por su tierna institucionalidad, inexistencia del Estado y falta de consistencia política y social, como ocurre en algunas realidades principalmente africanas. Más bien, por todo lo contrario, por exceso y no por defecto; por una capacidad obscena para el “derroche” basada en una falsa prosperidad económica al “debe”, con una élite política y social que asume el “Estado como botín” y un desarrollo social, muy loable, pero incapaz de consolidarse bajo el manto de la corrupción, la inviabilidad presupuestaria y la inseguridad, física y jurídica. Esta descripción próxima al infierno dantesco de la literaria divina comedia, se tornó por mucho tiempo en la realidad diaria difícilmente sostenible para esa ciudadanía, para cualquier poder que se precie y para cualquier sociedad, más aún si tiene la madurez histórica y política que tiene la venezolana.
Ha llegado el momento de una recomposición total en ese país que tenga como base un pacto político y social amplio en donde las distintas fuerzas políticas tengan cabida. Este llamado, probablemente más propio del reino de los sueños, es urgente plantearlo en este momento de emergencia nacional. Ha llegado el momento de los sectores más institucionales y moderados de ambos bandos para que abran vías de acuerdo y de entendimiento entre dos proyectos nacionales condenados a entenderse —antes o después— en ámbitos fundamentales como son la recomposición política, el déficit público y monetario, la distribución eficiente de los productos básicos, la nueva política energética, y la seguridad como principal inquietud ciudadana. Todas estas cuestiones, redundan en la imprescindible viabilidad como nación y como Estado fundamental en la región.
La viabilidad de este imprescindible pacto nacional pasa por una cuestión previa: es necesario superar el cisma político y social postelectoral. Evitar por parte de la oposición una progresiva marginalización propiciando una radicalidad antisistema con una respuesta deslegitimadora hacia Maduro y su Gobierno. Y por parte del Gobierno: no caer en la deriva autoritaria para contestar de esta forma a las acusaciones de falta de limpieza y transparencia democrática e, incluso, como una fórmula contundente para cerrar con mano firme los peligros reales de la división interior.
Este programa consensuado de Gobierno, tendría que basarse en una salida transicional a la inestabilidad política e institucional, a tenor de los resultados discutidos y discutibles de las últimas elecciones, pero teniendo como objetivo consolidar el progreso relativo alcanzado dentro de las clases más populares que nunca tuvieron esa oportunidad, acabando con el derroche, la corrupción oficialista y la utilización descontrolada de los recursos petroleros, propiciando un sistema productivo propio y estable, sin caer en una prosperidad social financiada al “debe” de la compra sistemática de productos y servicios en el exterior. Dar una base sólida al proyecto nacional y propiciar un tono de normalidad en el debate político y parlamentario, desterrando la crispación, la violencia y el insulto como práctica habitual.
Parece evidente que esta solución podría ser calificada como un gesto de debilidad por parte del integrismo chavista y, a la vez, como una aceptación implícita de Maduro como presidente, por los sectores del conservadurismo histórico incrustados en la oposición pero, en todo caso, podría ser salida de emergencia para acudir en socorro de esa ciudadanía tan golpeada que empieza a estar harta de esta eterna situación y también una fórmula para impedir el camino inexorable de Venezuela hacia el precipicio.
Gustavo Palomares es catedrático europeo en la UNED, presidente del Instituto de Altos Estudios Europeos y encabezó la misión de observación en Venezuela el 14 de abril