Y también compartirlo, mostrarle al mundo donde estuvimos, provocar envidia de nuestra experiencia única.
Pero, ¿no nos priva eso mismo de “vivir” ese momento? Hace años no había teléfonos con cámaras, y la gente seguía recordando, seguía contando, seguía compartiendo (aunque tal vez no al instante).
Ahora, ¿qué tenemos para compartir si en el “instante perfecto” estábamos mirando la pantalla de la cámara, preocupados por que se viese todo lo mejor posible, pensando en nuestra audiencia? ¿Quedará ese momento reflejado en nuestra mente, o por el contrario quedará solo en forma de unos y ceros en nuestras memorias digitales?
¿A favor o en contra?
El debate sobre el uso de los teléfonos en nuestro día a día es intenso y parece no dejar indiferente a nadie.
El autor Geoff Dyer, que escribió un libro sobre fotografía, afirma que parece “ridículo” que mucha gente al contemplar obras de arte, como por ejemplo en el museo de Van Gogh, en Amsterdam, donde se permiten fotografías, esté más pendiente de fotografiarlas que de disfrutar de la experiencia.
Es como si fuese más valioso poder “mostrar” que estuvimos allí, que disfrutar realmente de la obra de arte, una obra de la que, por otro lado, tenemos miles y miles de imagenes disponibles. Lo que no está disponible es la experiencia, y eso es lo que Dyer cree que se puede estar perdiendo.
Pero Dyer es de una generación analógica; los nativos digitales piensan distinto.
Pendientes del escenario
Los adolescentes de hoy en día parecen inmersos en una forma de vida en la que las redes sociales son clave. Y la clave de las redes sociales es compartir.
Cuando el grupo The West visitó la BBC el programa Newsnight habló con sus miembros, a quienes esperaban impacientes un enorme grupo de chicas adolescentes.
Mientras las chicas sacaban fotos a sus ídolos, “para poner celosos” a los que no pudieron estar allí, uno de ellos afirmaba que a veces parecía que la audiencia estaba más concentrada en sus teléfonos que en el concierto, pero admitiendo que gran parte de su fama se debe a las redes sociales.
Alguien que no comparte para nada esta visión de las cosas es el cómico británico Marcus Brigstocke, a quien definitivamente no le gustan los celulares en sus actuaciones.
Si alguien molesta, lo deja bien claro.
“Cuando estoy en el escenario lo digo y le digo a la persona que pare de usarlo, y si no lo hacen al instante, entonces voy a por ellos. Cuando hice del rey Arturo en Spamalot hubo una noche en Oxford en la que desenvainé a Excalibur. No estoy orgulloso, pero lo hice. Alcé mi espada y amenacé con cortar un brazo”, afirmó Brigstocke a la BBC.
Pero, otra vez, el cómico creció con aplausos y no con “likes”.
Cuestión generacional
Y es que las diferencias entre estar a favor o en contra del uso (o abuso) de los celulares parecen estar muy determinadas por la edad.
La doctora Jay Watts, psicóloga y psiquiatra, habla de estas diferencias. “Parecería que los nativos digitales, aquellas personas nacidas después de los años 80, no tienen una experiencia a menos que esta esté representada”, dijo la doctora a la BBC. Y esta representación ocurre en el ciberespacio.
Pero todo esto parece haber llevado a una especie de adicción: la adicción al “like” que nos dan los demás, la confirmación última de que todo lo que hemos experimentado tiene un valor.
Y es que en el mundo en el que vivimos parece que, cada vez más, el valor de las cosas viene dado por la respuesta de nuestro “círculo digital”, que se cuantifica en likes o en comentarios.
En otras palabras: si no pudiste compartir una foto de aquella canción, de aquél gol, de aquél momento inolvidable… a lo mejor es que no estabas allí. Y si a nadie la gusta, es que a lo mejor no valió la pena.
O tal vez, por eso mismo, realmente sí.