El estallido de la burbuja brasileña reconfirma el axioma y plantea una seria advertencia a los nuevos jefes del “proceso” venezolano: la ilusión de armonía creada por el madurismo, con ayuda de la hegemonía comunicacional, puede ser una gran trampa. La censura y la autocensura podrían estar encubriendo un descontento de proporciones importantes. Es habitual que los gobiernos se crean sus propias mentiras y que, en el trajín, pierdan toda capacidad para reconocer el mar de fondo de una decepción en camino a transformarse en amenaza sigilosa. Con 79% de popularidad en el mes de marzo, y unos logros económicos que el mundo reconoce como el “milagro brasileño”, Dilma Rousseff jamás imaginó una interpelación social como la que se le está haciendo. Con un pobre liderazgo interno, Maduro -quien ni siquiera ha conseguido el reconocimiento de algunos factores del PSUV- tiene motivos para preocuparse. Además de las precariedades económicas, Venezuela vive una crisis de expectativas, en la cual está envuelto el propio pueblo revolucionario, que hoy encara a un socialismo de carestías y penurias, muy diferente al modelo de apariencia opulenta proclamado por el Chávez de las “vacas gordas”.
El gobierno bolivariano ha tomado nota de la inesperada situación brasileña. El paro universitario -que no ha conseguido su objetivo, pero sí la solidaridad y comprensión de los venezolanos-, le habla de un país en pleno barajo de sus opiniones: de un país capaz de reconocer la justicia de una protesta, que toma distancia de la ideología y que, al hacerlo, pudiera estar insinuando los límites de su paciencia.
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