De los cerca de 5.000 aditivos permitidos en la comida, más de la mitad son saborizantes. Miles de moléculas de sabor que no solo sirven como máscaras diseñadas para hacer que la comida luzca superseductora, sino también como el pilar mismo de algunas marcas. Un ejemplo es el aderezo de Kentucky Fried Chicken, un producto que tiene al menos siete saborizantes, casi una tercera parte del total de sus ingredientes: almidón natural modificado, maltodextrina, harina de trigo enriquecida (niacina, hierro reducido, mononitrato de tiamina, riboflavina, ácido fólico), grasa de pollo, sal, aceite de soya parcialmente hidrogenado, glutamato monosódico, dextrosa, aceites de palma y de canola, monoglicéridos y diglicéridos, proteína de soya hidrolizada, saborizantes naturales y artificiales (con proteína hidrolizada de maíz y leche), colorante de caramelo (tratado con agentes sulfatados), polvo de cebolla, inosinato disódico, guanilato disódico, especias, extractos de especias, con no más del 2% de dióxido de silicio agregado como agente antiaglomerante.
Este es un ejemplo raro en el sentido de que uno puede identificar la mayoría de los saborizantes. Lo más frecuente es que esto no sea posible. Usualmente están escondidos tras las opacas denominaciones de sabores naturales y sabores artificiales, los cuales incluyen elementos que se pueden saborear –frutas, notas de especias, gustos salados y agrios como el limón o el vinagre– y otras sustancias que no se pueden sentir, porque se usan para ocultar un sabor indeseado. De hecho, varios ingredientes que vienen en la comida procesada no saben muy bien y necesitan disimularse. Además de la proteína de soya, está el gusto amargo de la mayoría de los endulzantes artificiales y de conservantes como el benzoato de sodio y el sorbato de potasio, que producen lo que se conoce como “quemadura por preservantes”. La compañía alemana Wild vende un producto para modificar el sabor de la estevia, que “tiene este horrible y persistente gusto a regaliz”, como me dijo Marie Wright, jefe de sabores artificiales de la empresa. Las vitaminas adicionales, como es de suponer, saben “vitaminosas”. La B1, en particular, puede tener el aroma de un huevo podrido.
Un chef prepararía una salsa usando grasa de pollo y caldo, junto con mantequilla, cebollas, harina, crema, sal, pimienta y quizá vino blanco. Pero la mayoría de procesadores industriales no pueden darse estos lujos. Utilizar ingredientes reales no solo es más caro, sino que usualmente es ineficaz, pues con frecuencia a los sabores volátiles y frágiles de la madre naturaleza no les va muy bien en su paso por la línea de producción. Las pócimas de las compañías son mucho más fuertes, como las que producen Wild, International Flavors & Fragances (IFF); Gividuan, la empresa de sabores más grande del mundo; la compañía suiza Firmenich; la tienda alemana Symrise, y Sensient, entre otras pocas.
“Si usted toma una fresa fresca después de procesarla, no sabe a nada”, me explicó Wright, para justificar por qué la producción de alimentos depende tanto de la industria global de saborizantes, que mueve al año unos 12.000 millones de dólares.
Parte de la demanda de saborizantes está emparentada con la forma en que se cultivan las plantas y se crían los animales en el mundo. Wright me propuso que, si estaba tan interesada, hiciera un test en casa.
Me dijo que tomara tres pollos enteros. Uno corriente, de los baratos que se encuentran congelados en los supermercados; uno orgánico producido en masa, como los de Bell & Evans; y otro, que ella llamó un “pollo feliz”. Se refería a un ave que hubiera pasado su vida libre, corriendo por ahí y con una dieta evolutiva de pasto, semillas, insectos y gusanos. Wright me pidió que los asara en mi cocina y notara el sabor. “El pollo barato –me dijo– tendrá un mínimo gusto debido a su corta vida, sin acceso a luz natural y engordando con una dieta monótona de maíz y soya. El pollo de Bell & Evans tendrá unas “leves notas rostizadas y grasosas”, y el “pollo feliz” será “incomparable, con un hondo y suculento sabor a nueces”. Wright, como se podrán imaginar, prefiere consumir pollos de la variedad “feliz”, que su marido, también experto saborista (él trabaja desde casa, como consultor privado), generalmente cocina.
Yo ya sabía un poco sobre este tema. Meses antes de conocer a Wright, había tomado un curso acerca de cómo pueden reproducirse los sabores del “pollo feliz”. En medio del área suburbana de Nueva Jersey, visité una compañía llamada Savoury Systems International, un pequeño consorcio especializado en el universo del sabor. Como lo sugiere su nombre, la compañía crea exquisitos sabores a carne para la industria de alimentos. Su sede está en la esquina de un parque de oficinas en Branchburg y, como ocurre en todas las operaciones con laboratorios o sitios en los que se preparan ingredientes, la oficina está permeada por un olor. Este aroma va evolucionando durante el día. Cuando entré al edificio era dulce, frutoso y carnoso, como si alguien estuviera horneando pasabocas con sabor a pollo. Más tarde, cuando me iba, olía a bollos de salchicha. El olor a comida había superado la fragancia del Air Wick enchufado en un tomacorriente de la salita.
Tomado de El Malpensante