Por lo pronto, en un tiempo en el que todo aquel o aquella que ejerce una función pública está bajo sospecha, proyecta una cosa que se ha vuelto rara en el mundo oficial: liderazgo. Con todo lo que esta palabra conlleva de autoridad, solvencia moral e inspiración. En todas partes se nota esto, pero en ninguna tanto como el lugar donde escribo estas líneas: Buenos Aires. Un país que se ha quedado sin líderes ha exportado al mundo, todavía no sabe cómo, al más líder de todos. Todavía no sabemos si Francisco I estará a la altura del liderazgo que proyecta y que los demás proyectan en él; pero ha devuelto a la función pública una cualidad que en todas partes parece ausente.
La Jornada Mundial de la Juventud que acaba de ver pasar por Brasil el viento huracanado de este nuevo líder y la conversación de tono confesional que tuvo lugar entre él y los periodistas en el avión de regreso a Italia confirman dos cosas: que Jorge Mario Bergoglio no quiere que las cosas sigan como están y que ha acertado en su orden de prioridades.
Empiezo por lo segundo. Un Papa reformista tiene no sólo que estar acertado sino, además, ser eficaz. A menudo, en los forcejeos del poder, se frustran las mejores intenciones. Este Papa podía optar por mover sus fichas entre bambalinas y acometer las reformas de entrada, antes de fijar sus credenciales, o, para ser más exacto, asumiendo que el mero hecho de ser Papa se las confería. Una vez acometida la tarea, podía abordar la segunda parte de la tarea: la actividad pública, destinada a devolver vigencia a la Iglesia allí donde ha ido perdiéndola y renovar la fe en la institución entre quienes están desmoralizados por la degradación moral ocurrida en el seno de la Iglesia Católica contemporáneamente. Pero prefirió hacerlo al revés, acaso siguiendo el estereotípico olfato de supervivencia que tienen los jesuitas, una de las órdenes más perseguidas de los últimos siglos. Por ello tal vez decidió establecer sus credenciales primero, es decir, seducir a las masas como primera misión, para, una vez fortalecido, iniciar la batalla de la reforma, que es la batalla del poder al interior de la Iglesia. En cierta forma emula con esto a Juan Pablo II, que se hizo adorable para millones de fieles y muchos que no lo eran antes de iniciar la epopeya conservadora de la Iglesia que hoy urge revisar, al menos parcialmente.
Digámoslo sin ambages: el Papa está haciendo populismo. Pero populismo del bueno. Su populismo consiste en empinarse por encima de la Curia y el Vaticano para hundir el pie en el barro, junto a la plebe. Lo hace con gestos, con frases, con guiños, estirando a veces, pero nunca rompiendo, la interpretación institucional de la doctrina eclesiástica, tratando siempre de romper la distancia entre el Papa y la grey, entre Dios y el siglo. No hay en esto, como ha explicado Joaquín Morales Solá, el periodista argentino que está entre quienes mejor lo conocen, nada novedoso o postizo: como cardenal y como el arzobispo de Buenos Aires que fue durante 15 años, pidió a los sacerdotes acudir a las villas miseria y dialogar con el pueblo. Del mismo modo que pidió dialogar a los políticos durante la crisis de 2001/2002, liderando un esfuerzo de acercamiento de los actores políticos y civiles. Hoy, como Papa, pide a los curas, obispos y cardenales dejar de ser “príncipes” y recordar su misión primera, y pide también “diálogo, diálogo, diálogo” a los gobernantes acosados por la protesta social de los indignados.
En esto, como se ha dicho, hay algo de Francisco de Asís, el hombre que a pesar de su origen se hizo del pueblo, y de Ignacio de Loyola, el “político” que en tiempos del Renacimiento, un mundo dominado por la intriga de poder, en el que el papado estaba bajo asedio, dio a su naciente orden la misión de buscar vías pragmáticas para devolverle al Papa su lugar prominente. Pero esa comparación es insuficiente porque le faltan dos patas importantes: la doctrinal y la burocrática.
Francisco no se está contentando con darle al papado popularidad y a su figura, legitimidad social. Está, además, emitiendo señales modernizadoras con respecto a la doctrina, no necesariamente como antesala de una reversión o revolución, sino de una adaptación, audaz en su apariencia si no en su contenido. En esto, Francisco tiene a Juan XXIII y a Pablo VI, los hombres del Concilio II, muy en mente. No es casual que haya puesto tanto énfasis en la canonización de Juan XXIII, que tendrá lugar el año que viene, ni que haya citado a Pablo VI cuando, en la conversación con los periodistas a propósito del papel de la mujer en la Iglesia, dijo esta semana: “Pablo VI escribió una cosa lindísima sobre la mujer, pero creo que debemos ir más adelante”.
¿Y qué hay de la pata burocrática? En eso, sospecho que su modelo es Juan Pablo II y en parte el cardenal Ratzinger antes de volverse Benedicto XVI, cuando cumplía a órdenes de Juan Pablo II el papel de cancerbero político del Vaticano y la Iglesia. Aunque Francisco apunta a actualizar o adaptar a la Iglesia y por tanto flexibilizar y modernizar el legado de Juan Pablo II y Ratzinger, sabe bien que ambos fueron maestros en el ejercicio del poder: derrotaron sin contemplaciones a sus enemigos, acorralaron a los disidentes y establecieron un dominio tan absoluto en la Iglesia que fueron capaces de amoldarla a su sentido de la doctrina.
Francisco tiene en ellos un modelo de políticos eficaces, expresión que parecerá irónica teniendo en cuenta que Benedicto XVI renunció en gran parte derrotado por la Curia. Pero lo cierto es que cuando todavía era Ratzinger y no Benedicto ejerció el poder con una eficacia demoledora; sólo una vez que fue Papa, ya muy mayor y cuando la Iglesia estaba desacreditándose tanto que todas las figuras ligadas a su historia reciente andaban de capa caída, fue incapaz de seguir ganando batallas. Además, el Papa Benedicto XVI de los últimos años no era el Ratzinger que ejerció de Prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe durante casi un cuarto de siglo y que desde allí derrotó a la Teología de la Liberación, fortaleció el papel del Opus Dei y llevó la doctrina a su interpretación más autoritaria. Era en ese momento final de su carrera más bien un hombre dulcificado por la edad, escarmentado por los abusos y la corrupción de un sector de la Iglesia, y quizá sensible a la exigencia del mundo moderno de adaptar a su institución.
Tal vez por todo ello Francisco I ha recordado en la conversación-confesión con los periodistas a bordo del avión que tiene una gran admiración por el Papa emérito: “Es como tener al abuelo en casa, pero al abuelo sabio”. A diferencia de lo sucedido cuando, hace cinco siglos, durante el cisma de Occidente, hubo tres papas que se enfrentaron entre sí, esta vez Francisco apuesta por la convivencia armónica de dos papas. El vigente va a necesitar el consejo del emérito para -irónicamente- reformar su legado.
El Papa juega un delicado juego de equilibrios en estos días, a la espera del momento en que tendrá que dar la batalla. Él mismo es consciente de que aún no viene lo difícil. Cuando se le preguntó si había resistencia a lo que está haciendo, resumió así las cosas: “Sí la hay, aún no la he visto, pero tampoco hice muchas cosas”. Una forma de decir: veremos qué pasa cuando empiece a tomar las decisiones traumáticas. Precisamente para no disparar alarmas demasiado pronto ni instalar el miedo entre sus potenciales adversarios internos, ha sido cuidadoso al expresar deseos de renovación, no queriendo revisar elementos esenciales de la doctrina, como la ordenación de mujeres, sobre la que ha dicho: “Esa puerta está cerrada”. Tampoco ha sugerido que esté pensando en una eventual impugnación del celibato. Pero sí ha enviado señales de cambio, y no sólo con respecto a los homosexuales (“Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo”?), sino también en lo que se refiere al papel de la propia mujer en la Iglesia: “Una Iglesia sin mujeres es como un Colegio Apostólico sin María… La Iglesia es femenina”. Frases como éstas y otras más que pronunció en Brasil no dejan lugar a dudas con respecto a la necesidad de impulsar un rol femenino mucho mayor del actual.
También ha dejado abierta el Papa la puerta para revisar la actitud de la Iglesia con respecto a los divorciados que se han vuelto a casar, particularmente con respecto a la comunión, ahora prohibida. Como en otros asuntos espinosos, se ha manejado con sumo cuidado.
Lo que viene en adelante es la etapa más dura: establecidas las credenciales de Francisco I y legitimado su papado por la condición de líder venerado que empieza a tener, deberá pronto decidir sobre cuestiones determinantes para la reforma de su institución: los cambios en la Curia, el futuro del Instituto para las Obras Religiosas -conocido como el banco del Vaticano- y el código penal.
Para lo primero, deberá buscar aliados y apartar o neutralizar a adversarios que quieran sabotear su propósito modernizador y su figura cada vez más prestigiosa. Para lo segundo, deberá, una vez que reciba las recomendaciones de la comisión que ha nombrado y a la que ha encargado un estudio con una orden impartida con su propio quirógrafo, decidir qué función quiere que cumpla el IOR; y para lo último, deberá transmitir una clara ruptura con el pasado, cuando se protegió, mediante traslados de destino, a quienes delinquieron abusando de niños o quienes, como el que presidía el banco del Vaticano en tiempos del escándalo del Banco Ambrosiano, institución de la que el IOR era accionista, tenían denuncias graves de corrupción y vínculos con el crimen organizado.
Con relación a esto último, el Papa no tuvo pelos en la lengua al referirse a Nunzio Scarano, arrestado por estafa y corrupción por usar al IOR para llevar a Italia ilegalmente unos 20 millones de euros de un allegado suyo desde Suiza, el último de una larga saga de episodios que han asociado al banco del Vaticano con el lavado de dinero. Pero su frase enigmática -“lo lindo es que se busca, se encuentra”- sobre la eventual solución indica que es sumamente consciente de que este asunto está en la agenda. Como lo está la solución a las intrigas de la Curia que las filtraciones conocidas como Vatileaks pusieron al descubierto y ante las cuales fue nombrada una comisión investigadora por el Papa anterior.
No sabemos aún si Francisco tendrá la muñeca política para reformar todo esto. Pero sabemos, por las señales que ha enviado, que es muy consciente de que en buena parte su Papado morirá o se eternizará de acuerdo a cómo las aborde. Sabe que ésta es la antesala de su gran batalla. Para librarla, las expectativas que ha suscitado y los entusiasmos que ha despertado son ya muy útiles.