Ante la necesidad urgente de abrir un debate sobre cómo la corrupción ha hecho metástasis a lo largo y ancho de Venezuela, el señor Maduro prefirió guardar silencio por unos días antes que cumplir con el reto que él mismo lanzara. Debe ser que no pudieron corromper a algún diputado o inhabilitarlo por intermedio de alguna trácala parlamentaria a la que ya están acostumbrados.
Lo cierto es que los venezolanos siguen sufriendo la corrupción en cada contacto que tienen con la administración pública. No hay trámite posible que no implique el pago de una recompensa en dinero y no existe contrato en el que no medie una jugosa comisión que va a parar a los bolsillos de los jefes rojitos. Nada de esto lo reparten entre los pobres, como unos Robin Hood, sino que el dinero mal habido va a parar a paraísos fiscales en el Caribe, y lo que no pueden exportar lo invierten en costosas urbanizaciones, casas de playa, carros importados y yates.
Maduro dice que tiene pruebas de la corrupción que reina en la “derecha recalcitrante” y si es así que las muestre con respaldo autentificado. La oposición en todo caso maneja a su favor el hecho de que todos y cada uno de sus pasos administrativos son escrupulosamente investigados por la Contraloría General, que no debería perdonar ni un pequeño error a los opositores al Gobierno.
Los corruptos del oficialismo, por el contrario, tienen de su lado una Contraloría ciega y muda, y por lo demás atemorizada si comete el pecado de investigar a los gobernadores, ministros y alcaldes rojos rojitos. Eso sin contar con Petróleos de Venezuela que es una caja negra a la cual no tiene acceso nadie, ni siquiera Maduro. Allí los reales se reparten al leal saber y entender de sus directivos, dejándoles algo al antiguo entorno de Chávez y otros camaradas de vieja data.
Lo mismo ocurre con las empresas del Estado y en especial las de Bolívar, donde cualquiera de los mandamases impuestos desde Miraflores se asegura su pensión millonaria y la de sus amigos repartiendo contratos entre las mafias. De eso hay constancia entre los sindicatos y algunos sectores del personal técnico del oficialismo que no soportan el hedor de la descomposición ética y moral que allí ocurre.
Si bien los milicianos de la clase popular apenas piden algo “para el cafecito” cuando están vigilando las colas para adquirir harina pan o azúcar en los mercados bolivarianos, en los escalones más altos, ya sean militares o civiles, los pagos ascienden según los servicios ilegales prestados a contratistas, comerciantes, pranes en las cárceles o guardias nacionales en alcabalas y aduanas. Eso sin contar con el contrabando de gasolina o del narcotráfico.
A la oposición le basta con fotografiar las casas y los apartamentos donde antes vivían los dirigentes rojitos y compararlas con las que hoy ocupan en las urbanizaciones más caras de Caracas.