A principios de los sesenta, eso era lo que se le decía a un muchacho de primaria en la escuela: somos un país rico. Tenemos todo el dinero que podemos necesitar. No pensaron en ese momento quienes eso pregonaban, el daño que le estaban haciendo a las generaciones por venir.
Una hipótesis razonable, es que esa idea de que somos un país rico hace que nuestra gente vaya a contrapelo de lo que la sociedad espera del ciudadano. Es decir, es muy común que en nuestro país se espere del estado la resolución de nuestros problemas sin que medie el compromiso de contribuir al financiamiento del funcionamiento de las instituciones.
Aquí comienza la ficción. La clase política no supo tomar el petróleo como una ayuda al funcionamiento del país sino como la base del financiamiento de una forma de hacer política según la cual el gobierno asume responsabilidades que son de los ciudadanos. Entramos los venezolanos a sufrir de lo que he llamado el síndrome de París Hilton. Si somos herederos de un padre rico, ¿para qué necesitamos trabajar?
Así, los venezolanos se acostumbraron a vivir de los favores de clases políticas que administraban el recurso petrolero con la única finalidad de mantenerse en el poder. Cuando se comparan nuestros ingresos en los últimos 55 años con los avances que el país puede mostrar, nos encontramos con un panorama desolador.
Mientras los gobernantes, y los actuales no son la excepción, hicieron esfuerzos por demostrar a los venezolanos que somos un país rico y que con el petróleo nos era suficiente para vivir, tenemos la peor calidad de vida del continente sudamericano. Una sociedad parásita del petróleo que no ha sido capaz de independizarse de la sensación de riqueza que esa actividad ha generado.
El primer campanazo lo vivimos el 18 de Febrero de 1983. La deuda a corto plazo que había contraído el gobierno para financiar proyectos faraónicos se vencía y el flujo de caja no daba para pagarla. La devaluación fue inevitable. Se optó por la peor opción: control de cambio.
El gobierno de Lusinchi continúa con ese mecanismo y desarrolla un modelo que fue bautizado como la economía cosmética. Una ficción según la cual vivíamos un estándar de vida que no podíamos pagar. Los precios se represaban, la escasez y la inflación se hacían dueñas del patio. Se le entrega el gobierno a CAP con menos de un millardito de dólares en reservas operativas.
La situación sirve para justificar la aplicación de una política económica que minimizaba el nocivo papel del gobierno en la economía. El impacto fue verdaderamente duro para una población que había permanecido embelesada en la mentira financiada por un irresponsable gasto público. El nuevo ingreso a la realidad fue muy duro y costoso para la sociedad.
El gobierno de Caldera no pudo, otra vez, evitar la tentación de imponer un nuevo control de cambio y un sistema de fijación de precios que no tardó en colapsar en vista de los bajos precios del petróleo. En condiciones inexplicables, Chávez mete nuevamente a Venezuela en un largo y tortuoso régimen cambiario. Esta vez bajo las ridículas premisas de que el gobierno es capaz de encargarse de todo y de que tenemos todos los dólares que necesita la economía según los genios Giordani y Merentes.
Y he aquí que los venezolanos vivimos una ficción de riqueza inexistente. Tenemos que gastar tiempo en buscar alimentos que en el resto de los países de la región abundan. No podemos pensar en comprar los vehículos más caros del planeta mientras que nuestros hermanos latinoamericanos cuentan con una amplia oferta que le permite adquirir a los mejores precios y facilidades. Nuestros vecinos pueden viajar sin tener que mendigar a sus gobiernos el cambio de sus monedas o el libre uso de sus tarjetas de débito o crédito en el exterior.
La ficción es alimentada además por la mentira. El gobierno miente con descaro. Miente al borde de creer a sus seguidores unos limitados mentales. Inventan temas sin importancia. Desde magnicidios hasta solicitudes de allanamientos de inmunidades parlamentarias buscan con desesperación tapar el peor momento que han vivido los venezolanos en 55 años.
Lo que no es ficción es la incapacidad de una clase política que en su propia estupidez, no se percata que le espera una derrota que se explica simplemente por el instrumento que se conoce como el voto castigo. Allí comenzará a terminar la ficción.