Lapatilla
Seymour Hersh, el extraordinario periodista estadounidense que hace treinta años denunció al mundo la masacre de Mai Lay y que recientemente desenmascaró muy fundadamente al mismísimo Rumsfeld como eminencia gris de las torturas a los prisioneros de guerra iraquíes, narra en uno de sus libros cómo en 1975, una vez cesaron las hostilidades en Vietnam, un coronel norvietnamita y otro americano se conocieron formando cada cual parte de las respectivas delegaciones que, en París, discutieron los términos de la paz entre ambos países.
La ocasión que Hersh atestigua fue de tipo más bien social y en ella, según él, tuvo lugar el siguiente cordial intercambio:
Coronel USA: “Ustedes nunca nos derrotaron en el campo de batalla”.
Coronel USA: “Ustedes nunca nos derrotaron en el campo de batalla”.
Coronel Vietnam del Norte: “Es posible, pero eso es absolutamente irrelevante”.
Ambos coroneles tenían razón.
En efecto, contrariamente al tópico mil veces tremolado por la izquierda planetaria durante más de tres décadas y según el cual la guerra de Vietnam fue un avatar más del tema de David y Goliath, la verdad histórica es que ni el ejército regular de Vietnam del Norte ni los cuerpos armados del Viet Cong, en el sur, lograron repetir la hazaña de Die Bien Phu en 1954.
Como se sabe, Dien Bien Phu fue la batalla final en la que el ejército colonial francés no sólo resultó cabalmente derrotado por los vietnamitas sino que le impuso una rendición en Indochina. Dien Bien Phu fue el principio del fin de la era colonial francesa que pocos años más tarde resultaría también derrotada en Argelia.
Llevaba, pues, mucha razón el coronel americano: la famosa ofensiva del Tet, desplegada en todo el territorio vietnamita a principios de 1968 que puso sitio a la antigua capital imperial, Hue, y llevó a las unidades del Viet Cong a penetrar el perímetro defensivo de la embajada americana en Saigón, no resultó al cabo en modo alguno decisiva ni condujo a una “rendición incondicional” de los contingentes americanos. Tampoco llevó, en el mediano plazo, a una reducción de la presencia gringa en el sureste asiático.
Todo lo contrario: la alarmante magnitud de la ofensiva del Tet sirvió sólo para llevar agua al molino de quienes en el Pentágono recomendaban una escalada de hombres y recursos para una guerra que el desmoralizado y corrupto ejército de Vietnam del Sur no podía ni soñar en ganar.
II
Los asedios como el de Keh San, en el que una hoy legendaria unidad de marines se vio cercada durante semanas por fuerzas que la quintuplicaban en número, fueron rotos todos llegado el momento y los sitiadores vietnamitas diezmados y forzados a retroceder.
Ciertamente, un hecho poco difundido hasta hoy ha sido el que aquellas acciones, que los generales de Ho Chi Minh habían concebido como definitivas, tuvieron un altísimo costo en bajas vietnamitas. En su resistencia a la cuidadosamente montada ofensiva, los soldados gringos de la 82 y 101 divisiones aerotransportadas causaron entre las unidades atacantes una mortandad sin precedentes, incluso para un ejército “de liberación” acostumbrado a hacer fuertes inversiones en carne de cañón.
De 1968 en adelante la presencia militar estadounidense, que ya era significativa desde 1965, no hizo sino crecer, los bombardeos de saturación aumentaron y con ellos las operaciones de búsqueda y destrucción, y estas con una sola consigna: atender al conteo de cadáveres enemigos para cruciales fines de prensa. Dos años más tarde, el conflicto se extendía a Camboya sin que ninguno de los dos bandos lograse imponer su voluntad al otro en todo el resto de la guerra, al menos no en el terreno de batalla.
Si es cierto que la llamada tercera guerra de Vietnam no ilustra en absoluto la fábula de David y Goliath , y si es verdad que en ella los vietnamitas no vencieron militarmente a los gringos con la contundencia y claridad con que lo hicieron al derrotar a los franceses en Dien Bien Phu, ¿quién derrotó entonces a la formidable máquina de guerra americana?
La respuesta correcta, y que ningún izquierdista de esos que Teodoro Petkoff llama “borbónicos” puede escuchar en calma, es que el vencedor del Pentágono no fue el glorioso pueblo vietnamita sino la mismísima sociedad estadounidense.
La respuesta correcta, y que ningún izquierdista de esos que Teodoro Petkoff llama “borbónicos” puede escuchar en calma, es que el vencedor del Pentágono no fue el glorioso pueblo vietnamita sino la mismísima sociedad estadounidense.
Los reflejos democráticos del cuerpo social americano, puestos en tensión por el vigoroso movimiento en pro de los derechos humanos y en contra de la guerra que signó aquella época, fueron los que, en definitiva, forzaron a Washington a poner fin a su intervención en el sureste asiático.
En ese sentido el coronel norvietnamita de mi cuento tenía también razón: es irrelevante decidir quién ganó en el campo de batalla porque lo único cierto es que la guerra fue derrotada políticamente en las calles, plazas, universidades, columnas de opinión, manifiestos, libros, interpelaciones parlamentarias y reportajes televisados por los valores de la democracia estadounidense recogidos en su constitución.
Vistas así las cosas, el fin de la guerra de Vietnam no lo dictó el Vietcong sino la democracia norteamericana.
Vistas así las cosas, el fin de la guerra de Vietnam no lo dictó el Vietcong sino la democracia norteamericana.
III
Aquel intenso debate que se dio en el seno de la sociedad gringa puso fin, no sólo a la guerra sino, hablando en términos de reformas y enmiendas, también a la conscripción obligatoria por sorteo, origen de tanta injusticia como las que caracterizaron aquella guerra no declarada por el Congreso cuyas víctimas del lado americano fueron ostensiblemente víctimas negras, latinas y de esa categoría designada con crudeza por el habla coloquial como “white trash”: “basura blanca”: los blancos pobres.
Ese debate profundizador de la democracia no fue cosa tersa y de salón. Costó, en el terreno de los hechos, muchas vidas anónimas en los campos de batalla del sureste asiático y en los guetos de las ciudades americanas. También algunas vidas notorias, segadas por la barbarie ultraderechista, como las del reverendo Martin Luther King Jr. y la de Robert Kennedy, asesinados con meses de diferencia el año 1968, el mismo del mayo francés y la intervención soviética en Checoslovaquia.
Pero las cosas no suceden en vano, y ello es cierto hasta en ese proverbial país de paradojas que son los Estados Unidos: la demencial política que George W. Bush y los suyos persiguieron en Irak fue derrotada por los propios ciudadanos estadounidenses y por los anticuerpos que la constitución política de ese país sabe segregar ante los extravíos del poder y no por los atentados suicidas en territorio ocupado.
Con esto en mente debería juzgarse mejor el intercambio entre Obama y el Congreso de su país.