En un nuevo discurso demagógico – con el que tapa el desabastecimiento, la inexistente política económica y los apagones; mientras busca plafond político para las elecciones municipales de diciembre – Nicolás Maduro aprovechó para amenazar con echar a todos los diplomáticos de EE.UU. y que los venezolanos, encabezados por el encargado de negocios, Calixto Ortega (echado en reciprocidad), jamás se animarían a dialogar con la oposición de Barack Obama.
Es obvio que como a su antecesor, a Maduro le gustan los micrófonos y desafiar a los grandes, al tiempo que aprovecha a tirar con voz baja que a su gabinete, muy al estilo del modelo cubano, lo moldeará como a una estructura militar de estado mayor. Es decir, aunque no es tan directo como Hugo Chávez, pretende agudizar la revolución y, por ende, el autoritarismo.
La búsqueda constante de una ley habilitante, para gobernar por decreto y a sus anchas, desenmascara su filosofía política castrista. Los legisladores, la oposición, los medios, los sindicatos y las ongs, además del gobierno de EE.UU. – y en otra época el de Colombia – según su visión, son solo apariencias democráticas e instituciones de descarga y descompresión de crisis sociales y políticas, entidades útiles para echarles la culpa de sus ineficiencias y de todo lo demás.
La ironía de toda esta cuestión del chavismo es que a sus buenas intenciones de revolución social no pudo ni podrá jamás darle resultados económicos. Tratando de equilibrar la desigualdad, solo logró igualar para abajo. Condenó los empleos de las empresas privadas, subsidió a base de poca recaudación y corrupción empleos públicos que son más políticos que otra cosa, y desperdició, como ningún otro país de la Tierra, su talento más preciado: El petróleo.
No se puede entender que la revolución chavista, que tuvo al petróleo como la base de su expansión ideológica, haya descuidado la gallina de los huevos de oro. La producción ha caído a niveles indeseables y los nuevos mercados, como el chino, que servirían para paliar la posibilidad de una interrupción de compra por parte de su mercado mayor, EE.UU., ya no confían en Venezuela, ni en su producción, ni en que será capaz de cumplir con sus obligaciones.
Esa confianza destruida por un nacionalismo acérrimo y volatilidad política, ha hecho que los inversores miren y crean en otros mercados. Maduro y el chavismo se han convertido en los exportadores de venezolanos y de sus capitales. Irónicamente, Miami, la ciudad emblemática del imperio yanqui, aquella tan criticada por Fidel, por Chávez y ahora por Maduro, está ganando lo que él le está haciendo perder a su propio país.
Los venezolanos en Miami, según nuevas proyecciones conocidas hoy, son responsables por el 20% de la compra e inversiones en inmuebles, convirtiéndose en los motores de la economía del sur de la Florida.
Uno piensa en Caracas – y no hace falta comparar con Miami – y luego piensa en la pujanza de ciudad de Panamá que tiene muchos menos recursos pero que igual se ha convertido en destino de capitales venezolanos… y no puede dejar de pensar que algún día a Maduro y al chavismo lo juzgarán por las posibilidades y potencialidades que le están robando a sus conciudadanos.
Debe ser por eso (ya no tanto por la revolución malograda) que hacen lo imposible por perpetuarse en el poder.