Con demasiada frecuencia, el régimen ha respondido a denuncias de la prensa, de la oposición democrática y de sus propios, escasos y timoratos, atisbos de crítica interna, aduciendo que se trata de montajes. Digo “demasiada” en el sentido que siempre ha tenido el término en castellano (y no en el que en los últimos años se le ha dado en Venezuela, donde la inflación se ha extendido al punto de rebasar la moneda y alcanzar también la lengua; con lo que no basta decir que algo es feo o bonito, porque como las palabras también han sucumbido a la devaluación, es preciso subir el monto y decir “demasiado bien”, “demasiado sano”, “demasiado democrático”, como si en algunos casos eso fuera posible). El punto es que, efectivamente, el régimen ha abusado de la estratagema de zafarse de las imputaciones culpando al denunciante y acusándolo de haber adulterado la realidad con imágenes o sonidos de laboratorio.
Es lo que acaban de hacer, en respuesta al reportaje de David González, “La soya perdida del Abreu e Lima”, sobre el rendimiento de la empresa socialista José Inácio Abreu e Lima, responsable de campos de siembra de soya y una infraestructura para su procesamiento en Anzoátegui, que fue publicado el domingo 6 de octubre en el cuerpo Siete Días, de El Nacional. La nota periodística incluía fotografías de Raúl Romero, que Alí Peña, presidente del Instituto de Desarrollo Rural del Ministerio de Agricultura y Tierras, calificó de montaje. Pero resulta que un vertedero de semillas y fertilizantes en descomposición puede ser visto por cualquiera que pase por la vía pública en el perímetro de la empresa en la carretera El Tigre–Pariaguán.
De manera que la tesis del montaje no solo es una grave ofensa para los periodistas, trabajadores cuya principal herramienta es la verdad, asalariados cuyo único patrimonio es la credibilidad que obtengan al someter su labor al escrutinio público; es también una agresión al ciudadano, que en un régimen autoritario, como el que oprime a Venezuela, es forzado a negar la evidencia que tiene delante de sus ojos y secundar las mentiras que el poder segrega sin parar. Usted está viendo con sus propios ojos los anaqueles de los abastos vacíos, usted pierde su tiempo en colas, usted se ha indignado un millón de veces al presenciar el espectáculo de la corrupción, usted ve su salario desleírse como el chorro de cloro en el balde de agua, usted es testigo del desmadre que los improvisados funcionarios desatan en las “empresas socialistas” (la historia y la experiencia nos han demostrado que esto es un oxímoron). Pero a usted le niegan su derecho a enfrentarse contra esos atropellos, porque según los voceros del régimen, todo eso es un montaje y usted un alucinado.
Esta es una práctica inaugurada por Chávez desde su llegada al poder: acusar a quienes le enrostraron sus crímenes y abusos de ser autores de montajes; pero también la de montar (superponer, acoplar) retazos de verdad sobre un gran embuste o jirones de mentiras sobre la realidad. Y una mayoría pactó con eso. En buena medida porque Chávez era, para muchísima gente, el brazo vengativo que venía a destruir a otros.
No habiendo tenido un solo instante de simpatía por Chávez y sus bandidos, mantuve siempre distancia para observar a quienes se fueron escorando hacia su movimiento. Los pocos chavistas o simpatizantes del golpista que tuve cerca eran, sin excepción, resentidos sin coraje para enfrentar a quienes consideraban culpables de su fracaso o destalentados sin voluntad para trabajar lo que fuera necesario para desarrollar una obra de cierto valor. Todos estaban esperando un avatar mágico que viniera a castigar a otros, a los supuestos culpables de su mediocridad y derrota. Ya hemos visto lo que ocurrió: el país de todos ha sido degradado, la moneda no vale nada, las instituciones son pasto de la villanía, la república es rehén de la canalla cubana, la población en su conjunto está castigada por una inseguridad que el creciente narcotráfico atiza, la corrupción se multiplica en nuevas formas que los controles posibilitan y auspician. El horror se montó sobre la fantasía de ver al otro humillado por Chávez.
Cuántos están ahora arruinados por la espada que debía arrasar el cercado del vecino.
Cuántos faltan por convencerse de que el futuro de Venezuela no se puede montar sobre los hombros de un delirante que desprecia la legalidad, sino estrictamente sobre las leyes, la rendición de cuentas y los consensos. –
Tomado de Milagros Socorro