Tenía puesto un chaleco antibalas, recostado en el asiento trasero de un auto blindado sin identificaciones y escoltado por tres hombres fuertemente armados, cuando me empecé a preocupar. QPEV
En ese momento había estado bajo custodia de la Dirección General de Contrainteligencia Militar de Venezuela durante 24 horas. No sabía qué esperar. Todo lo que sabía era que una “comisión” aguardaba por mí.
Era viernes y había perdido mi vuelo de regreso a Bogotá, donde he vivido durante los últimos tres años cubriendo la región andina para el Miami Herald. En ese tiempo, probablemente he hecho una docena de viajes a Venezuela para reportar sin problemas serios, hasta ahora.
Mis problemas se iniciaron el jueves en la población fronteriza de San Cristóbal, en el estado Táchira. Había pasado el día entrevistando a líderes de la oposición y del partido en el poder acerca de las elecciones municipales del 8 de diciembre.
Los comicios son vistos como un referendo sobre los seis meses de gobierno de Nicolás Maduro, quien ha tenido dificultades para estar a la altura del fallecido presidente Hugo Chávez, en el marco de una crisis económica cada vez más profunda y una pronunciada espiral inflacionaria.
En San Cristóbal, como era de esperar, ambas partes dijeron que el contrabando es un tema caliente.
El tipo de cambio fijo y el control de precios en los productos básicos han generado una floreciente economía subterránea. Todo, inluyendo papel sanitario, arroz y pollo, es enviado a través de la frontera a Colombia, donde puede ser vendido hasta por 6 o 7 veces por encima del precio oficial en Venezuela. La semana pasada, Colombia detuvo lo que catalogó como un embarque “masivo” de aceite para cocinar que estaba siendo pasado de contrabando a través de la frontera.
En San Cristóbal, la gente hace fila por horas para comprar unos cuantos kilos de harina. En el lado colombiano, esa misma harina desborda los anaqueles y es ofrecida por vendedores callejeros.
Cuando Maduro habla de “guerra” económica y “sabotaje”, Táchira es la línea del frente.
Yo quería estadísticas sobre el contrabando y varias fuentes me dijeron que se las pidiera a la Guardia Nacional Bolviariana, que controla la frontera. Tras una llamada telefónica a su cuartel, me invitaron a hacer la solicitud en persona.
Todo parecía ir bien. Me presenté como reportero y me dijeron que “el general” hablaría pronto conmigo. La tarde se convirtió en noche entre múltiples mensajes de que “el general” había encontrado un lugar en su agenda para mí. A las 7 p.m. -después de una cuatro horas de espera- les dije que tenía que irme. Me dijeron que no podía.
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