Una de las cosas que más me impactó es lo mucho que se parece el estado de ánimo nacional que percibí en Italia y España a los síntomas que los psiquiatras describen en las personas con depresión clínica: pesimismo, desesperanza, fatalismo, dificultad para tomar decisiones, falta de motivación, irritabilidad… En los medios de comunicación, en las declaraciones tanto de líderes como de los ciudadanos de a pie o en las conversaciones sobre “la situación del país” que se dan entre amigos hay mucho de escepticismo, crispación y desesperanza. La escasez de ideas y de propuestas estimulantes es también muy palpable. Y comprensible. Cuando una familia sufre un trauma, el ensimismamiento y el repliegue también son reacciones normales.
En ambos países encontré una fuerte propensión a mirar para adentro y un marcado desinterés por lo que sucede afuera, en el resto del mundo. En España, por ejemplo, mi visita coincidió con un incidente en el Parlamento catalán, donde un diputado amenazó con una sandalia a Rodrigo Rato, el exbanquero al cual estaba interpelando. Este evento, naturalmente, atrajo la atención de los medios y estuvo muy presente en las conversaciones de la gente. Casi todas las personas con las que hablé hicieron referencia a este incidente. Ese mismo día, en Pekín, el pleno del Partido Comunista Chino aprobaba reformas económicas que tendrán muchas más consecuencias sobre la vida de los españoles que la sandalia del iracundo diputado catalán. Pero su histrionismo fue mucho más interesante para los españoles que las reformas de los chinos. Lo mismo me sucedió en Italia. Una vez más, mi visita coincidió con el debate público sobre… Silvio Berlusconi, su relación con el poder, e inevitablemente, con las mujeres. Es natural que para los italianos lo que sucede en el resto del mundo sea menos divertido de seguir y debatir que las acrobacias políticas —y de otros tipos— del señor Berlusconi. Pero el resto del mundo pesará más sobre el destino de Italia que el señor Berlusconi.
De hecho, observé que, en estos dos países, ese “resto del mundo” que ya no genera tanto interés ni entusiasmo también incluye ahora, lamentablemente, a Europa o, más concretamente, al proyecto de integración europea. Las actitudes que detecté sobre el proyecto europeo son de tolerancia pasiva, de resignación. Sí hay apoyo a ciertos aspectos, como el libre comercio o el movimiento de personas. Pero no encontré a nadie que hablase con entusiasmo de una Europa más unida o que sintiese que un continente mejor integrado podría ser fuente de progreso para su país, para ella, o él, o sus familias. Sobre este tema, las opiniones de italianos y españoles son similares a las que se dan en el resto de Europa. Según el Eurobarómetro, una amplia encuesta en 27 países, la mitad de los ciudadanos es pesimista con respecto al futuro de la Unión Europea como institución y el 69% dice no tenerle confianza. Dos tercios de los europeos sienten que su voz no cuenta en las decisiones de la comunidad.
Estas respuestas son tan graves como fáciles de entender. La sorpresa sería que esto no fuese así. La crisis económica, la manera en la que los organismos comunitarios la enfrentaron, lo remotos, burocráticos y opacos que son o la falta de carisma —la invisibilidad— de sus líderes son solo algunos de los factores que nutren la falta de entusiasmo de los europeos por el proyecto de crear una Europa más unida y más fuerte.
Esto puede y tiene que cambiar. Los problemas que socavan este proyecto son muchos y conocidos. Pero quizás la amenaza más importante es que Europa ha perdido la capacidad de seducir a los europeos. Es urgente que aparezcan líderes que muestren que una Europa grande y vigorosa puede ser el mejor antídoto contra la depresión.
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