Raúl, cuando leyó su discurso, sin proponérselo, le dio la razón a Obama. Sin ningún recato celebró la diversidad como si él presidiera la Confederación Helvética. Mientras hablaba, en Cuba se recrudecía la represión contra los demócratas a golpes, patadas y calabozos. El espectáculo encarnaba la idea platónica de la hipocresía.
Para entender a Cuba es razonable acercarse a Sudáfrica. Hay muchas similitudes entre el desaparecido apartheid y la dictadura de los Castro. Los dos sistemas se erigieron sobre disparatadas teorías que conducían al atropello y el autoritarismo.
El apartheid sudafricano se nutría de la vergonzosa tradición norteamericana de la segregación racial, edificada sobre el sofisma de “dos sociedades iguales, pero separadas”, modelo originado en la pretendida superioridad de los blancos, forjado con la copiosa “legislación de Jim Crow” en la mano. Cuando el Partido Nacional de Sudáfrica, en 1948, hizo suya esa filosofía, y posteriormente fragmentó el país en bantustanes, echó las bases del horror.
La dictadura cubana, a su vez, se sustenta en las supersticiones del marxismo-leninismo. Los comunistas tienen el privilegio exclusivo de organizar la convivencia cubana. Lo dice, incluso, la Constitución. Los ampara la certeza de la superioridad “científica”. No puede haber otras voces, porque ellos, a través del Partido, son la vanguardia del proletariado, esa clase sobre la que se articula, no se sabe por qué, el devenir de la historia.
Aquella infame Sudáfrica, felizmente desaparecida, estaba básicamente dividida en dos castas raciales: de una parte los blancos, con todos los derechos y privilegios, y de la otra los negros y mestizos, súbditos de segunda categoría (ni siquiera eran ciudadanos).
Cuba está dividida en dos castas ideológicas: los comunistas y sus simpatizantes “revolucionarios”, dotados de todos los derechos, frente a los indiferentes y los opositores, calificados como gusanos o escoria, y tratados y maltratados con el mayor desprecio. Incluso, se les veda el acceso a los estudios universitarios porque se ha proclamado, insistentemente, que “la universidad es para los revolucionarios”.
Los defensores de la segregación racial y del apartheid sudafricano legislaron sobre los sentimientos de las personas. No se podía amar a una persona de otra raza. No se podía tener relaciones sexuales con ella. No era posible el matrimonio interracial. Ni siquiera las caricias y los besos.
Los defensores de la dictadura cubana decretaron que no se podía tener vínculos afectuosos con exiliados, presos políticos u opositores. Se rompieron los lazos entre padres e hijos, entre hermanos, entre amigos. A veces se quebraron las parejas. Los matrimonios con extranjeros no eran bien vistos. Se creó la extraña categoría del “desafecto”. La policía política vigilaba a las mujeres de los cabecillas comunistas, civiles y militares, para notificarles a los maridos cualquier adulterio. La revolución también era la dueña de la entrepierna de las mujeres.
Frente al horror del apartheid, numerosos países comenzaron a presionar para producir un cambio de régimen. Había que hacerlo. Era lo decente: acabar con esa viscosa bazofia y sustituirla pacíficamente por un sistema plural basado en el consenso, la democracia y la igualdad ante la ley. Para lograrlo se produjo un embargo económico auspiciado por la ONU.
Ante ese acoso internacional, el gobierno blanco de Pretoria puso el grito en el cielo e invocó sus leyes y su constitución peculiares. Decía ejercer su derecho soberano a la autodeterminación, pero no le hicieron caso. Por encima de esa vil coartada “nacionalista” estaba la decencia: no se podía maltratar impunemente a la población negra, como si estuviera compuesta por animales.
Estados Unidos, que vaciló, cobardemente, ante el embargo internacional contra Sudáfrica (finalmente se sumó), en el caso cubano es uno de los pocos países del planeta que presiona en el terreno económico con el objeto de cambiar un régimen totalitario e injusto por otro democrático, plural e incluyente.
Eso es lo coherente. Contribuir a que ese pueblo se libere, como sucedió en Sudáfrica. Supongo que, según Obama, esa es la mejor manera de honrar a Mandela