Parece ser un denominador común inevitable que todos los que están conectados con la política se sienten en el deber y la responsabilidad de hablar a nombre del pueblo. La práctica democrática moderna no reconoce diferencias entre, digamos, un diputado electo por un estado pequeño, de escasa población, y otro elegido por un estado de mucha población. Existen, sí, diferencias entre funcionarios producto del voto popular pero con responsabilidades distintas. El origen de la legitimidad de una elección está íntimamente vinculado con lo establecido por el Derecho y la Ley.
En ese sentido, el pueblo es una sola entidad pero que se expresa en porciones para determinar la validez de un mandato que surge de las urnas. Dicho de otra manera, solo hay un pueblo pero rara vez actúa por unanimidad o ni siquiera consenso.
Todo lo anterior es solamente para el mandato popular que se deriva del voto. Pero la realidad es mucho más compleja, y en una sociedad tan polarizada como la venezolana y con la fragilidad extrema del Estado de Derecho y la institucionalidad de la nación, el tema de quien ejerce la representación y más aún, quien puede hablar en nombre del pueblo, se ha convertido en una asunto de fortaleza política y no de legalidad o verdad absoluta.
EL PUEBLO VIVE MAL
Resulta una contradicción humillante que los jerarcas de la oligarquía chavista se exhiban como los representantes del pueblo, y se arroguen el hablar en su nombre e interpretar sus deseos y anhelos íntimos desde una atalaya moral y ética a la cual sólo tienen acceso los supuestos revolucionarios. La realidad es que el pueblo venezolano vive mal en cualquier medición objetiva, realizada con parámetros de validez internacional que calibran el bienestar de la gente en materia de educación, salud, vivienda o seguridad ciudadana. Es relativamente sencillo encontrar una respuesta al porqué los prohombres del gobierno se visten con el ropaje de los intérpretes de la gente: existen numerosos antecedentes de operaciones similares de propaganda y de manipulación de la opinión pública que cubren una especie de galería del horror de la historia de la humanidad, que van desde el caso del “padrecito” Stalin hasta Hitler, Mussolini y Duvalier.
Pero quizás el caso de Venezuela sea más complejo, porque aquí no se trata solamente de la manipulación del pueblo, sino de que mucha gente, genuinamente, se cree el discurso del chavismo, y ahora el de su heredero menos carismático y brutal, el madurismo. Hay indiscutiblemente algo que va mucho más allá de la manipulación y que habla de un ansia insatisfecha que ha encontrado su espacio, cualquiera que este sea, en esta perversión de gobierno que arrasa cada vez en mayor medida con nuestra posibilidades como nación de crear bienestar para los venezolanos.
DESORDEN Y CORRUPCIÓN
Sin duda que buena parte de la explicación tiene que ver con la instauración universal de un estado de desorden y corrupción de tales dimensiones que el espacio para el “rebusque” es casi infinito. A pesar de todo el desastre que es la economía y a la gestión de gobierno, es indudable que los venezolanos han encontrado un espacio de subsistencia que debilita el estado de rebelión democrática que ya debiera haber surgido con fuerza incontrolable.
El reto para la oposición democrática es inmenso. El intento del chavismo por literalmente secar todas las fuentes de recursos que permiten la acción de las alcaldías y gobernaciones controladas por la oposición tiene que ser enfrentado en todos los terrenos, y para ello es indispensable que los funcionarios electos actúen como representantes populares elegidos por el soberano para defender sus derechos y obedecer el mandato constitucional.
El pueblo “azul” no puede aceptar mansamente que su derecho sea inferior al del pueblo “rojo”, pero sus representantes deben buscar una forma inteligente de que el enfrentamiento político que inevitablemente se avizora para 2014 no profundice la polarización del país, la cual beneficia prácticamente de modo exclusivo a la oligarquía chavista.
La realidad de dos minorías, al menos en la votación del 8D, una la del oficialismo y la otra la de la oposición, junto con un tercio del país que se abstiene en medio de una situación de deterioro creciente, debería ser una campanada de alerta para el chavismo acerca de que su proyecto ha fracasado en imponerse a Venezuela. Pero la reconciliación a la que aparentemente aspira el pueblo venezolano y la rectificación del gobierno no van a ocurrir a menos que se produzca una mutación del activismo electoral hacia el activismo social. Es solamente cuando la fuerza de los hechos políticos les obligue a rectificar, que los autonombrados intérpretes del pueblo, en realidad sus más diligentes enemigos, entenderán que deben dialogar con la otra mitad del país que los adversa. Mientras eso no ocurra, el chavismo seguirá pensando que puede ganar esta batalla histórica por el control de la sociedad venezolana. Para su desgracia y la de todos nosotros.