Este período denominado el “tiempo de dios” por un pseudo político venezolano tuvo como objetivo principal adormecer y paralizar al Hombre noble; a saber, aquel que busca, encuentra y modifica su destino en aras de enaltecer su existencia. Tenemos dos cosmovisiones que responden a fases históricas: la medieval donde los hombres vegetan y asumen pasivamente todas sus desgracias porque esa es la voluntad de Dios, y la moderna, donde el hombre deja atrás esa pasividad y resignación para elevarse como hombre virtuoso que alcanza la meta que él considera justa, que modifica su devenir.
El hombre del Renacimiento puede cambiar su destino; su virtù será el instrumento para frenar la decadencia “natural” de las estructuras políticas y de los Estados. No se debe esperar nada del fatum o sea del destino. Al contrario, con una actitud osada y activa, se pueden doblegar a nuestro favor todas las situaciones que eran al comienzo adversas.
Con esta nueva potencialidad del quehacer político, se trastoca e invierte toda premisa medieval de la existencia, según la cual las relaciones sociales y políticas debían estar sujetas al fatum, a la voluntad de Dios.
Ante esta visión rancia, renace un hombre que se considera arquitecto de la política, que despierta el sentido práctico hacia nuevos horizontes mediante la planificación, la estrategia y la razón.
Resurge literalmente el hombre protagonista que descubre su individualidad fuera y por encima de la del colectivo corporativo y comunitarista medieval, con anhelos y aspiraciones de trascender, ya no a través de una vida dedicada a la caridad, al martirio, al perdón y a la pusilanimidad para ganarse un premio post-mortem, sino por el logro de gestas virtuosas que le procuren gloria a su existencia terrenal, inspiradas y derivadas de la herencia cultural de la concepción helénica-homérica y/o del republicanismo romano.
Niccolò Machiavelli interpreta el estereotipo perfecto de una voluntad humana activa que no podía enfocarse en una moral cristiana para la resolución de los asuntos políticos, principalmente por dos razones: la primera, por la inconsistencia de consideraciones teológicas para la conformación de un orden social, basadas en la bondad, la sumisión y la fatalidad de inspiración contrarias al hombre político desprovisto de dicha moral; y en segundo lugar, por la disonancia existente entre los principios de la moral cristiana y el proceder político institucional de las estructuras de poder (la inminencia del período de la Reforma con Lutero lo demostraría).
La consistencia de la visión honorable del hombre que forja su destino, resulta mucho más coherente que el perseguir hipócritamente falsas realidades o utopías ilusorias basadas en premisas que disfrazan idealmente a la realidad. Naturalmente, esta es una perspectiva de valores totalmente contrarios a los expuestos siglos atrás, sobretodo por San Agustín, cuya enseñanza cristiana destruyó el espíritu cívico de los hombres para hacerlos más proclives y dóciles ante las arbitrariedades de los déspotas.
El hombre político de profunda vocación civilista y realista transforma su destino con osadía, revirtiendo a su favor todo obstáculo. Este tipo de hombre que abandona las tinieblas de la superstición, que supera el temor de lo inexplicable, que se mueve por una fe en sí mismo, que ve a la muerte como parte de la vida sustituye desde hace cinco siglos al que pasivamente languidece ante “el tiempo de dios”.