Los costarricenses y los salvadoreños acudirán próximamente a las urnas. En ambos casos lo que está en juego no es la administración del gobierno, sino el modelo del Estado. En los dos países existen candidatos antisistema, verdaderos dinamiteros políticos, con algunas posibilidades de triunfar.
Los dos políticos son marxistas, o vecinos de ese viejo y desacreditado disparate, indiferentes a la realidad, convencidos de las virtudes del colectivismo, de la planificación centralizada, y de la superioridad moral y práctica del Estado para dirigir a la sociedad, producir, asignar recursos, y repartir la riqueza, pese a la catastrófica experiencia del “socialismo real”.
Realmente, es sorprendente que los dos personajes no entiendan las ventajas de la democracia liberal, combinada con la existencia de la propiedad privada y el mercado, como fórmula para generar riquezas, fomentar enormes sectores de clases medias, y sacar de la pobreza a los más necesitados. Es como si las convicciones políticas les hubieran creado unas cataratas ideológicas que les impiden examinar la realidad objetivamente.
Es muy sencillo revisar el Índice de Desarrollo Humano que todos los años publica Naciones Unidas, y comprobar que los veinticinco países más prósperos y felices del planeta, aquellos a los que acuden en masa los trabajadores del Tercer Mundo en busca de un mejor destino, son, precisamente, naciones en las que prevalecen las libertades económicas y políticas, aunadas a los principios con que surgieron nuestras repúblicas.
Pueden ser repúblicas presidencialistas o monarquías parlamentarias, países diminutos o enormes, pero todos comparten los mismos valores y tienen similares características institucionales: democracia plural, respeto por los derechos humanos, cambio peri[odico de las autoridades mediante elecciones libres, división de poderes, igualdad ante la ley, meritocracia, rendición de cuentas, respeto por la propiedad privada, mercado, competencia, y una suerte de principio de subsidiariedad.
En esas naciones, hoy, tras más de cien años de experiencia, saben que el Estado sólo debe convertirse en agente económico, y siempre con carácter provisional, en los pocos ámbitos en que la sociedad civil no sea capaz de actuar. Casi todos coinciden en que los ciudadanos no deben vivir del Estado, sino al revés: es el Estado el que existe gracias al esfuerzo de los ciudadanos.
Esa fórmula, la democracia liberal, la más exitosa que ha conocido la historia, además, le otorga a la sociedad civil la posibilidad de exigirles a los funcionarios que cumplan con su deber, siempre subordinados a la ley, porque son servidores públicos. Se les paga para que obedezcan a la sociedad de acuerdo con las reglas aprobadas, no para que la manden a su antojo.
Es posible que los dos candidatos ultrarradicales, el tico y el salvadoreño, defiendan sus propuestas políticas afirmando que en sus países ese modelo no ha dado los mismos resultados que en las veinticinco naciones de marras, pero no hay la menor duda de que la culpa no es del modelo, que ha funcionado en todas las latitudes y en todas las culturas, sino de quienes lo han implementado torpe o limitadamente.
Lo que se necesita en América Latina son buenos reformistas democráticos y no malos dinamiteros. Ya sabemos lo que ha sucedido cuando los malos dinamiteros de la izquierda y la derecha han experimentado con el fascismo, el militarismo, el comunismo, las terceras vías, o esa amalgama autoritaria a la que llaman Socialismo del Siglo XXI. Ojalá que ticos y salvadoreños no caigan en ese abismo insondable. Luego es muy doloroso escapar de este miserable agujero.
Publicado en Infolatam