7:00 pm de un lunes cualquiera en Caracas, después de trabajar no nos queda otra que enfrentarnos al tráfico para llegar a casa o si no tenemos carro entrar a la selva densa de usar el transporte público, la consigna es “llegar sano y salvo a casa”.
Sentarse frente el volante es suficiente para iniciar el viaje más angustiante. Los retrovisores se convierten en nuestro mejor aliado, cada ruido de moto genera como consecuencia una angustia y un lanzamiento al piso del celular “porsia” éste que pasó me va a robar, es una suerte de ruleta rusa interminable. Si sorteamos con éxito la cola y logramos entrar en vías libres de trafico, inicia la carrera por evitar cualquier carro o camioneta se nos “pegue” a perseguirnos para potencialmente secuestrarnos, empiezan las llamadas a casa para alertar, o para indicar qué sucede algo sospechoso, en fin, un cruce inesperado nos da el alivio de que solo fue una angustia.
Usar el Metro en la llamada “hora pico” es una situación repleta de miedo y de angustia, donde abrazar la cartera, esconder el celular, quitarse el reloj y ir muy pendiente de quién se te recuesta es algo prácticamente automático. Al salir de allí, toca montarse en una “camionetica, cada nuevo pasajero que se monta es una nueva oración y angustia, pensando que puede ser un delincuente que viene a robarnos. Al bajarte a caminar rápido a casa sin que te consigas a un malandrín esperándote para quitarte “tu buena suerte”.
Llegan a casa y después de bañarse y comer ponen el noticiero, y en se enteran de que secuestraron a una señora en El Hatillo, que en La Guairita hubo un robo múltiple a carros por motorizados, que en Casalta se montaron en una camioneta y para robarla mataron a un señora. Ambos en su cama viéndole los ojos a su familia, respiran profundo y piensan “hoy logré salvarme”.