Definitivamente que el tema de Venezuela se volvió el más repetitivo: Persecución de periodistas, aislamiento de opositores, abusos en uso de recursos del Estado, negativa en cumplir fallos de Corte Interamericana de Derechos Humanos. Rehusar permitir visitas in situ de la CIDH, que supervisaran sus elecciones y salida de la CIDH. Aunque no las conocí todas, repetidas quejas de Caracas se dieron a mi gobierno por mis actuaciones.
Lo peor fue cuando Chávez estaba muriendo. Las elecciones de diciembre 2012 se adelantaron para octubre ante temor que no llegara vivo. Mintieron de que sobrevivía al cáncer; hizo la campaña desde un camión; no podía caminar. Se cometieron miles de abusos, reportados por los pocos que pudieron observar esas elecciones. Chávez desapareció el 9 de diciembre cuando se fue a operar a Cuba; no se volvió a ver. Hasta fotos falsas con las hijas se publicaron para “demostrar” que estaba vivo.
Tenía que tomar posesión de su nuevo periodo el 10 de enero del 2013. Al señalar la Constitución venezolana que en ausencia del Presidente debía asumir el Presidente de la Asamblea, ninguno otro, algo irregular se cocinaba. Encargaron al Vicepresidente Maduro hasta la toma de posesión, pero en enrevesada interpretación el Tribunal Supremo decidió que Maduro podía asumir por encima de lo que decía la Constitución. El Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, sin nadie pedírselo, se abalanzó a apoyar tan absurda interpretación.
Seis días después había Consejo Permanente. Desde el 11 de enero, mi Cancillería sabía que hablaría ese día. El lunes 14 mostré mi discurso a varios colegas, entre ellos la norteamericana. Iniciado el Consejo Permanente el 16, recibí llamada de Cancillería: “No puede hablar hoy; recibirá instrucciones escritas”. Escuché y dije: “Que me llame el Presidente”; colgué. Poco después llamó el Canciller Rómulo Roux. La petición de que no hablara había nacido el día anterior por reunión sostenida con el Embajador norteamericano Jonathan Farrar; pedía prudencia para tratar el tema. Ante lo absurdo de esa excusa y tras larga discusión le confirmé que iba a hablar, ateniéndome a las consecuencias. Me dijo que el Presidente Martinelli me llamaría. Su respuesta: “Ni los gringos quieren que hables”.
De acuerdo a mis convicciones democráticas hablé. Al día siguiente me destituyeron, sin antes recibir la nota donde me instruían no lo hiciera. ¿Me arrepiento de lo hecho ese 16 al denunciar que la democracia en Venezuela estaba enferma? En lo absoluto. Impusieron a Maduro; anunciaron la muerte de Chávez el 5 de marzo 2013, cuando estaba muerto hacía más de 35 días; nunca han podido mostrar su certificado de defunción; lo denuncié ese 28 de febrero. Descaradamente se robaron las elecciones del 14 de abril con un candidato que aún no prueba que nació en Venezuela. Uno no se arrepiente de decir la verdad y de asumir una posición cónsona con sus convicciones. Ese 17, en cadena nacional Maduro felicitó a “su amigo” Martinelli por haberme destituido. Lo aplaudían a rabiar los que le acompañaban.
A un año de este episodio, Panamá ya no se oye en la OEA; es uno más del montón. La OEA como organización defensora de la democracia y de los derechos humanos está más silente que nunca; ya no es motivo de noticia. Sin embargo, la situación de Venezuela está peor que antes. La excusa esgrimida por algunos de que mis actuaciones afectaban los negocios en la Zona Libre de Colón se desvanecen con los cientos de millones que desde allá adeudan todavía sin esperanza de cobrarlos. El chantaje funcionó, pero, lo más importante, no me doblegó. Mi compromiso democrático salió fortalecido. Que satisfacción produce el ser destituido por principios y no por otra razón.
Publicado originalmente en el diario El País (España)