Termino de leer el libro escrito desde prisión por Iván Simonovis y cuyo título tomé prestado para mi columna. Me lo encontré por accidente revisando una de las librerías de Caracas, casi tan despobladas como los anaqueles de los supermercados. Confieso que lo comencé a leer con reservas porque me esperaba un libro mucho más politizado y menos cargado de narrativas personales. Pero una vez pasada esa barrera, en realidad más un prejuicio mío que otra cosa, me atrapó precisamente el tono personal e íntimo de la descripción de su travesía del horror y ya no me pude despegar de un texto que todavía llevo adherido a mi conciencia de venezolano de estos duros tiempos.
El libro del comisario Simonovis es un testimonio aterrador sobre la ausencia de justicia en Venezuela. Dicho con más precisión, sobre la politización y el uso del Poder Judicial como instrumento para avanzar operaciones políticas dirigidas desde el gobierno.
En una sociedad funcional, la independencia de poderes es absolutamente esencial para el funcionamiento de la democracia y en particular el Poder Judicial actúa no solamente como una instancia de interpretación y aplicación de la ley, sino como una barrera para defender a los ciudadanos de los abusos de los otros poderes y para corregir las violaciones a la constitución y al ordenamiento jurídico.
El asunto de fondo no es, como pudiera parecer, si Simonovis es inocente o culpable de los crímenes de los cuales le acusó la Fiscalía. El problema medular es que en la evacuación de pruebas y durante todo el juicio se cometieron tantas irregularidades y abusos de poder que la acusación en si está vulnerada en todas sus instancias. La historia del Derecho es, en buena medida, la historia de la civilización humana porque el derecho regula nuestras relaciones y hace posible la convivencia. Es una grave violación al Derecho el juzgar a una persona violentando normas constitucionales e internacionales en la materia y atendiendo exclusivamente a lo que evidentemente era una decisión política de encontrar alguna víctima propiciatoria, un chivo expiatorio, por los sucesos violentos del 11 de abril de 2002. A ello hay que unirle el tratamiento prácticamente de héroes de la revolución que recibieron los pistoleros de Puente Llaguno y la lenidad con que los jueces y la fiscalía trataron a los oficialistas que participaron en la violencia de esos días.
La negativa del gobierno a nombrar una Comisión de la Verdad para investigar los funestos hechos de esa jornada es tremendamente significativa y nuevamente evidencia la parcialidad y la intolerable polarización que rige las acciones del chavismo. Yo me encontraba en esa marcha, mi hijo estaba ahí también, así como muchos de mis mejores amigos. A la altura de las torres del Centro Simón Bolívar comenzaron a llegar las primeras nuevas sobre los disparos contra la manifestación en la avenida Baralt. Ante esas nuevas comenzamos a dispersarnos sin tener la más remota idea acerca de la gravedad de los hechos que luego veríamos por televisión. Un capítulo fundamental en la historia contemporánea de Venezuela, signado por una movilización masiva y pacífica de la sociedad civil, fue oscurecido irremediablemente por las balas homicidas de quienes dispararon ese día y por acción cómplice de quienes planificaron la emboscada.
Algún día se sabrá la verdad tanto sobre los confusos hechos políticos de la jornada, que culminaron con el gobierno brevísimo de Carmona y el retorno de Chávez, como sobre la responsabilidad por los numerosos muertos y heridos.
En ausencia de esa investigación esclarecedora, uno tiene todo tipo de motivos para sospechar de las motivaciones de los magistrados y del gobierno que gira órdenes al Poder Judicial. En ausencia de la verdad sobre el 11-A, el juicio y la condena a 30 años de cárcel de Simonovis constituyen una afrenta a nuestros principios cívicos como nación y a nuestra conciencia como ciudadanos.
La pretensión del gobierno de involucrar a los familiares de las víctimas del 11-A y de contraponer su dolor y su interés en que se castigue a los culpables con el derecho que le asiste a Simonovis para que se le otorgue una medida humanitaria por su grave estado de salud no es más que un paso más en la escalada de manipulación política que ha asediado a este caso desde sus orígenes.
Mientras tanto, un hombre a quien no se le ha demostrado en ningún contexto medianamente convincente su culpabilidad padece junto con su familia el calvario de una condena política.
Como con muchas otras cosas que ocurren en estos tiempos, donde el poder se ensaña sobre unos pocos para infundir miedo, la responsabilidad de defendernos es colectiva.
La injusticia contra Simonovis nos debería tocar a todos.
Mañana le puede tocar a cualquier otro.