Es como sentirse en una pesadilla, pero el blindaje de los ingresos petroleros que le garantizaban al país una suerte de muro infranqueable contra la hiperinflación, cae día tras día. Siempre oí decir a economistas y políticos: “Jamás transitaremos la autopista del Sur, la de la hiperinflación, como sucedió con Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia y Perú durante los 70 y los 80, pues mientras PDVSA nos suministre los dólares suficientes para tener las reservas internacionales adecuadas, siempre estaremos en capacidad de darle a los venezolanos los bienes y servicios que necesitan para llevar una vida civilizada.
En cuanto a devaluaciones que impactan los precios y generan inflación e hiperinflación, aquí son una bendición para el Estado, que dispone así de más bolívares para invertir y llevar a cabo sus políticas clientelares”.
Ilusos que no sospechaban, ni siquiera desde lo más oscuro del agujero de las imposibilidades, que al país con la democracia más sólida del subcontinente llegaría un día la avanzada de los fabricantes de hiperinflación por excelencia, los socialistas, y craquearían la que ya era una tradición economía y política al abrigo (decían) de la peor de la plagas.
La vía, argucia o artilugio para lograrlo fue la destrucción (o casi destrucción) de PDVSA, cuya producción fue reducida a menos de la mitad a cómo la encontraron los revolucionarios en 1998 (3.500.000 b/d), el despido o desalojo en 2002 “por razones políticas” de 25.000 trabajadores que eran su vanguardia técnica y gerencial, su conversión en una “caja grande” para procurarle apoyos nacionales e internacionales al proyecto del teniente coronel, Chávez, y hoy, con el precio del curdo relativamente estabilizado pero a la baja, sin capacidad para invertir, producir y acometer nuevos programas y una deuda de 48.000 millones de dólares, transformada en una empresa en retroceso que ya no ocupa el tercer lugar entre los gigantes petroleros de la región, sino el séptimo u octavo.
En otras palabras: que su rendimiento en términos contables se ha desplomado, y con gastos que van desde costear las políticas sociales de la revolución de Chávez y Maduro, hasta costearle la sobrevivencia a la otra, la de Fidel y Raúl Castro, pasando por entregar crudos regalados o subsidiados a los países cuyos votos necesitan los marxistas tardíos en foros internacionales para destruir al imperialismo yankee, pues es evidente que el diagnóstico de la empresa no es otro que el de una quiebra tan previsible, como inevitable.
Calamidad que podría barajarse si la economía venezolana contara, además del petróleo, con las exportaciones no tradicionales que en ramos como la industria, la manufactura, minería y agroganadería nos permitieran, tanto sustituir parte de las divisas que dejan de ingresar por las exportaciones petroleras, como abastecer el mercado interno.
El problema aquí es que, junto con PDVSA, el socialismo castro-chavista (que también llaman “Socialismo del Siglo XXI”) arrasó con las dos terceras partes del parque industrial nacional (de 13.000 empresas privadas que había en 1999, solo quedan 3000), e invadió, confiscó o expropió el 60 por ciento de los fundos productivos agrícolas y ganaderos privados para reducirlos a rastrojos, con el resultado de que, con los dólares de una PDVSA casi quebrada, pasamos a importar los productos que ya no proporcionan las improductivas industria y agroganadería.
En otras palabras, que con los ingresos de PDVSA cayendo en picada, y los precios estabilizados pero con tendencia a la baja, ya no hay dólares para cubrir las demandas de la economía y de los consumidores y lo que estamos viendo es un gobierno cada vez más pobre y sin posibilidad de sobrevivir de persistir en las recetas castrochavistas (que también llaman de “Socialismo del Socislismo del Siglo XXI”).
Si, porque la solución sería muy fácil si Fidel y Raúl Castro, y Maduro y CIA, tuvieran el coraje de rectificar y aceptaran que no pueden imponerle a los venezolanos la tragedia en que hundieron los primeros a Cuba, y tomaran la decisión de recuperar a PDVSA sacudiéndola de tanto gasto improductivo, de la política clientelar que la indigesta de deudas que no puede cobrar y deudas que tiene que pagar, se saneara y emprendiera la vía de atraer inversiones extranjeras para volver a ser la tercera empresa petrolera de la región que una vez fue.
Pero no, pareciera que en la ruina de Venezuela y los venezolanos y en la conversión de sus ciudadanos en unos de pobres de solemnidad que necesitan de las dádivas del Estado para mal vivir, estaría la clave del poder vitalicio de los Maduro, Ramírez, Cabello, Jaua, y la pandilla de militares corruptos que los usan como peones, y si los partidos democráticos y la sociedad civil los dejan, no hay razones para pensar que sea distinto.
La clave de la economía castrochavistamadurista sería, entonces: una industria petrolera en declive pero que produzca los dólares suficientes para sostener y agigantar la maquinaria del Estado (tal como lo hizo el subsidio soviético con la economía cubana), suministrarle a la población las pocos bienes que requiere para naufragar sin ahogarse y un férreo control de cambio que es parte esencial del poder político, ya que según te adhieras o rechaces las políticas de la satrapía, tendrás o no tendrás las “migajas” de lo que precisas para mal vivir o mal morir.
Entre tanto, la máquina de hacer billetes, o la que resulta más eficaz en términos de las raquetas oficiales, las devaluaciones para hacer más rendidores los menguantes dólares que entran al tesoro, se sucederán con la fatalidad de la noche que sigue el día y el día a la noche, mientras el Estado socializa el único “bien” que tiene para distribuir, la pobreza, que alcanzará a todos, menos a la élite de civiles y militares corruptos y revolucionarios que detentan el poder.
El tiempo, en fin, de la desaparición de los sueños y de las ganas de soñar, tal puede leerse y sentirse en las crónicas de los blogueros cubanos, y muy en especial el de Yoani Sánchez, que nos permiten conocer, desde dentro, que es lo que espera a los venezolanos si la maquinaria del terror que empobrece e intimida nos reducen a ver pasar sin inmutarnos a los jinetes apocalípticos de la dictadura, el socialismo, el desabastecimiento y la hiperinflación.
Fantasmas que ya han recorrido al mundo, o parte de él, como que lo sufrieron los chinos, los soviéticos, los europeos del Este, hasta que se decidieron a desarraigarlos de su vida, y sufren aún los cubanos y los coreanos del norte, víctimas de esos olvidos de unos hombres por otros, en que la ley sirve para todo menos para combatir el crimen, la ilegalidad y el delito.
Para concluir: que no estamos desovillando teorías, ni construyendo mundos fantásticos, ni escribiendo novelas de ficción, ni narrando fábulas, como las de Poe, Orwell o Borges, sino hablando de crueldades como las que sufren los cubanos y los coreanos del norte, y empiezan a sufrir las madres venezolanas que hacen días de colas para encontrar leche para sus hijos, los pacientes de cáncer que mueren porque no hayan hospitales donde hacerse quimioterapias, los presos políticos condenados por delitos de conciencia a quienes se les pisotean sus derechos humanos y se les niega el debido proceso, los enfermos que empieza a encontrarse con que ya no hay medicinas para curar o aliviar sus males, o los millones de venezolanos que empiezan a sentirse prisioneros en su país porque ya no tienen dólares para viajar, ni líneas áreas que les vendan pasajes.